“La carne –dice Ortega– se nos presenta (…) como exteriorización de algo esencialmente interno”. Cada hombre, podríamos decir, es dos hombres: uno exterior que asoma a través de las formas del cuerpo, y otro interior, el alma, que habita en aquel. La función última del cuerpo no reside en él propiamente, sino que existe para que a través suyo podamos acceder al alma, de la cual es expresión. “El alma esculpe el cuerpo”, afirma también Ortega. Y asimismo: “El hombre externo es el actor que representa al hombre interior”. Analiza por otro lado nuestro filósofo el significado de los gestos, contrastándolos con el de las emociones: mientras estas tienden a dirigirse hacia un objeto determinado, por ejemplo en la ira, que tiene un concreto destinatario, el gesto en que esa ira se manifiesta cuando su descarga no es directa, tiene un significado simbólico: golpeamos la mesa con el puño o nos damos una fuerte palmada en el muslo, es decir, al descargar nuestra ira sustituimos el objeto inicial hacia el que iba dirigida por otro que lo simboliza. De manera complementaria, podemos decir que ningún gesto o movimiento del cuerpo es reducible a su función utilitaria, a simple respuesta a la demanda del mundo exterior. Todo gesto y todo movimiento, incluso toda forma orgánica, llevan en disolución algún ingrediente emocional; además de su componente utilitario y de respuesta, son expresión todos ellos de ese trasfondo íntimo emotivo que preexiste o subsiste a las demandas del mundo exterior, y que, a falta de concreto destinatario, se emite en forma de metáfora o símbolo. Si un gesto o un movimiento vienen a expresar un particular y circunstancial estado del alma, la forma del cuerpo, incluido el organismo, expresan ya de manera constitutiva el carácter de la persona. “La forma es un movimiento detenido”, dice Ortega, “un gesto petrificado”. O dicho de otro modo: el carácter es una manera habitual de emocionarse, un modo persistente y consolidado de trasladar nuestro fondo anímico al mundo exterior. Y también: el cuerpo, además de ser el resultado de un proceso adaptativo al entorno, de acoplamiento con las demandas del mundo, es, en última instancia, una metáfora del alma. Así que Novalis tenía razón cuando afirmaba: "Estamos más cerca de lo invisible que unidos a lo visible". Pues bien: habría dos dinamismos contrapuestos del alma que constituirían los extremos de un continuo al que podríamos referir el conjunto de las emociones. Ortega habla de esas dos emociones básicas contrapuestas que aquí consideramos que acotan el continuo que forma el alma, y que son la alegría y la pena, las cuales se corresponderían con sendas morfologías corporales, que también podríamos denominar gesticulaciones, modos simbólicos que el alma tiene de expresarse a través del cuerpo, conjunto de metáforas a través de las cuales el alma se acaba convirtiendo en cuerpo. “La alegría produce una dilatación de nuestra persona íntima –dice el filósofo–, la hace irradiar en todas direcciones, despreocuparse; esto es, perder concentración (…); en suma, ejecuta un movimiento de dispersión muscular. En cambio, la pena ocupa y preocupa, contrae el alma, la concentra y recoge sobre la imagen del hecho penoso, haciéndonos herméticos al exterior. Parejamente, su gesto frunce todo el rostro hacia un centro, recoge todos los músculos y cierra los poros”. La psicología y la medicina, a menudo, simplemente, han desdeñado esta conjunción profunda que existe entre alma y cuerpo; y cuando no ha sido así, se han limitado a hablar del mutuo influjo entre ambas instancias, de la acción del cuerpo sobre la mente y viceversa. Ortega da un paso más allá: el cuerpo, el mundo en general, son expresión del alma, representan, simbolizan a esta otra instancia invisible por sí misma que discurre por debajo de ellos, y que es el alma. El mismo Ortega proclama asimismo la importancia que tiene esta perspectiva por la cual él aboga: “La hermandad radical entre alma y espacio, entre el puro ‘dentro’ y el puro ‘fuera’, es uno de los grandes misterios del Universo que más ha de atraer la meditación de los hombres nuevos”. Siendo consecuentes con esta intuición sobre lo que debiera guiar nuestra meditación, corresponde ahora superponer sobre este conjunto de orteguianas reflexiones aquellas otras que Hans Selye, el médico y filósofo que dio nombre y fundamento teórico al estrés, produjo para intentar explicar en qué consiste la enfermedad. Afirmaba este autor que, en gran medida, las enfermedades no se producían como respuesta adaptativa y, podríamos decir también, utilitaria ante las agresiones de agentes nocivos procedentes del mundo exterior, sino que tales enfermedades venían a traducir erradas predisposiciones íntimas que, al exteriorizarse, las provocaban (no siempre ocurre así, claro está: hay muchas enfermedades que, efectivamente, son consecuencia de una tara genética o adquirida, o de una agresión ambiental). El estrés no siempre se origina, pues, en respuesta a circunstancias ambientales, sino que suele dar expresión a predisposiciones íntimas para las cuales aquellas circunstancias podrían actuar como mero desencadenante. En su nivel más profundo, estas predisposiciones generadoras de enfermedades se caracterizan por ser expresión de actitudes hiperdefensivas, que son las responsables de que se pongan en marcha los procesos mórbidos, y que no se deben, pues, al hecho de responder de manera proporcionada a agentes externos, que a menudo son inocuos. Un ejemplo paradigmático sería el asma, otro la fobia: en ellos, la causa externa que pondría en marcha la enfermedad sería prácticamente inofensiva, y el problema residiría ante todo en la respuesta excesivamente alarmista del organismo y del propio sujeto. Esta actitud hiperdefensiva que está en el origen de muchas de las enfermedades asociadas al estrés se correspondería con el retraimiento orgánico y psíquico que Ortega sitúa como característico de la pena, y que podríamos ampliar hacia las emociones que, en general, nos empujan a desvincularnos del mundo, a encastillarnos dentro de nosotros mismos. Esa actitud, conformada ya como carácter, haría que nuestras respuestas a los estímulos del mundo exterior tendieran a estar impregnadas de miedo, de recelo y de alarma. Por el contrario, la alegría sería la emoción de referencia cuando de lo que se trata es de manifestar apertura hacia el mundo, desinhibición, proactividad. Tales disposiciones, cuando enraízan o se plasman como carácter, tendrían su reflejo también en el organismo, el cual serviría de expresión, de símbolo de aquellas. La enfermedad no achacable a agresiones de agentes externos o a taras genéticas o adquiridas por accidente, sería un modo de expresión de un alma que, asumiendo la dicotomía propuesta por Ortega, podríamos decir que está apenada, y si ampliamos los márgenes, diríamos también que está angustiada, amedrentada. Sería esa una clase de enfermedad que vendría a servir de símbolo de un alma que, recelosa del mundo exterior, se siente amenazada y en peligro. La curación exige entonces no mejorar nuestras defensas, sino dejar de defenderse, abrirse confiadamente, en la medida en que sea posible, al mundo. Lo cual viene a ser congruente con esta visión que Unamuno tenía de los procesos evolutivos: "No consiste tanto el progreso (la evolución) en expulsar de nosotros los gérmenes de las enfermedades, o más bien las enfermedades mismas, cuanto en acomodarlas a nuestro organismo, enriqueciéndolo tal vez, en macerarlas en nuestra sangre".