Foto: Álvaro García (El País)
Por José Daniel Rojo
El amigo malagueño Jose María Vallejo se consideró, desde siempre, Talavantista. Apostó por Alejandro, le cautivaron sus formas desde novillero. Luego tuvo que aguantar carreta y carretón al ver que su torero no marchaba por el camino adecuado. Lo criticó cuando tocó hacerlo. Eso solo es virtud de los buenos y grandes aficionados y Vallejo es uno de ellos. Por tanto, no puedo más que alegrarme por el triunfo, merecido, de Talavante en Madrid y por la satisfacción que dicho triunfo ha aportado a una persona honrada y cabal llamada Jose María Vallejo.
De la crónica de Antonio Lorca en El País:
Cuando se hace presente el toreo de verdad; cuando un toro y un torero se funden en un derroche de creación artística, algo se enciende en el alma, una luz resplandeciente que ilumina todo lo que toca. Es el nacimiento de un misterio, algo inexplicable en sí mismo. Hay que verlo para sentirlo, hay que tocarlo con el sentimiento, hay que disfrutarlo y vivirlo sin más. Es la grandeza del toreo.
Ocurrió en el tercero de la tarde, un toro de nombre Cervato, de 546 kilos de peso, de pelo castaño salpicado, guapo de verdad. El torero, Alejandro Talavante, que subió a los cielos y allí continuará. No pasó nada con el capote; sale el picador, y cuando el caballo está colocado en su sitio, el toro lo ve, sale lanzado como una flecha, y choca con tal ímpetu contra el peto, que el caballero sale disparado contra el suelo. Tres chicuelinas y una media garbosas preceden a un picotazo insignificante. No luce Cervato en banderillas, -descompuesta su embestida-, pero se transforma en el tercio final. Talavante lo cita en el centro del anillo, el toro se engalla, acude presto a la muleta, y surge una tanda de derechazos enormes en un palmo de terreno. Galopa el animal, humilla, arrastra el hocico por la arena, persigue el engaño con una codicia arrolladora, incansable en su largo recorrido. Vuelve a citarlo el torero con la mano derecha, pero cambia a la zurda al segundo muletazo. Ahí comienza de verdad la obra de arte, cimentada en cuatro tandas prodigiosas de naturales hondos, emotivos, hermosos y magníficamente abrochados con los de pecho. Toreo, todo él, arrebatado, eterno y sublime. Y la plaza queda conmovida ante el derroche de torería al natural; ante una faena intensa, emocionantísima; ante el mando, el temple, el buen gusto de un torero en sazón, transfigurado y sobrecogido ante su propia obra. Unas apretadas manoletinas preceden a la muerte. Se perfiló Talavante, llamó al toro y clavó al encuentro una estocada hasta la bola que desató la emoción en los tendidos. Se había consumado la obra. Una creación imposible sin el concurso de un toro extraordinario; un toro boyante y encastado que propició un estado incontenible de vibración y de asombro. Entre ambos, toro y torero, protagonizaron la gran fiesta del arte.