Revista Libros
Cuando llegué a la hora del almuerzo mi mujer no estaba en casa. No me extrañó, hace ya algunos meses que andaba medio rara. Cada vez que yo entraba por la puerta, ella agarraba las llaves del coche y salía de la casa con la excusa de que necesitaba “darse una vuelta y airearse un poco”. Es lo que pasa cuando uno lleva demasiado tiempo casado, que se cansa de preguntar y termina por desentenderse de las excentricidades del otro.
Sobre la mesa del comedor me aguardaba mi plato favorito. Dejé la chaqueta sobre el respaldo de la silla, me aflojé la corbata y me dispuse a disfrutar de la comida con ansiedad. No hay nada en el mundo que me guste tanto como la ensaladilla rusa. Cuando terminé, me encendí un cigarrillo. Había tenido un buen día y el almuerzo me había dejado todavía más satisfecho. Al cabo de un rato decidí levantarme, recogí la mesa y metí el cubierto en el lavaplatos. Me disponía a abandonar la cocina cuando un post-it pegado en la puerta de la nevera con aquel escueto mensaje me dejó clavado en el sitio.“Te dejo. Lo siento. Helena.”
La verdad es que no sé a qué venía lo de incluir su nombre en el mensaje. Era obvio que la nota era suya, afortunadamente nuestros hijos hace tiempo que se han marchado. Quizás quería dejarme bien clarito que esta vez la cosa iba en serio. No estaba en mi mano preguntarle por el detalle del nombre, tampoco ella hubiera entendido a qué venía detenerme en una tontería como aquella, pero hasta el más nimio gesto despierta en mí un interés casi patológico. Me conoce, sabía de sobra que me pasaría unos días obsesionado, dándole vueltas al tema. Era su forma de vengarse. No sé cómo serán las demás, tampoco quiero saberlo, pero mi mujer son de las que no dan puntada sin hilo. Como por ejemplo lo de escribir Helena con "H", esa hache era su coraza invisible. Esa maldita “H” levantó en silencio un muro indestructible entre Helena y yo.
La nota me dejó aturdido. Confieso que no sabía muy bien cómo debía sentirme y si ella esperaba de mí un comportamiento determinado. ¿Tendría que lanzarme a la calle y buscarla desesperadamente por las callejuelas de París? Sin duda aquello hubiera sido un gesto muy romántico para incluir en un spot de perfumes pero no para nosotros que vivimos a las afueras de Madrid, en un suburbio donde se aísla la gente de clase media. Me sentía cada vez más confuso. Dudaba. ¿Qué esperaba ella que hiciera? Otro en mi lugar ya hubiera reaccionado, en cambio yo siempre he tenido poca cintura para enfrentarme a las situaciones inesperadas.
Aún estaba frente a la nevera mirando sin mirar aquella mancha que guardaba un mensaje rotundo, ¡y encima firmado!
Sin saber muy bien por qué sentí la necesidad de abrir la puerta del frigorífico y comprobar qué había dentro. Estaba medio vacía. Un fastidio, la verdad, sobre todo porque al día siguiente era domingo. Pero ya se sabe que los imprevistos sólo suceden los días de fiesta. Un par de botellines de cerveza, una coliflor, un paquete de mantequilla, un huevo, tres yogures caducados y un tuper con la tapa de color rojo que no había visto antes, componían el total de mis víveres. De pronto caí en la cuenta. Como buena ecologista practicante que era, mi mujer odiaba el plástico. Estaba claro que ella no volvería. Cogí el tuper y lo destapé. Todas mis preocupaciones se esfumaron, volaron, desaparecieron. Sentí un profundo agradecimiento hacia el último gesto de generosidad que había tenido conmigo aquella mujer.
Tranquilo me fui hacia el dormitorio con la idea de descansar un poco. Tenía que reconocer que mi mujer también tenía sus cosas buenas. Ese fue mi último pensamiento antes de caer rendido. Esa tarde dormí a pierna suelta, y soñé que en la nevera, Helena con "h" me había dejado un tuper con ensaladilla rusa para toda la semana.