Pero ha pasado el tiempo
y la verdad desagradable asoma:
envejecer, morir,
es el único argumento de la obra.
Jaime Gil de Biedma
Pudimos ser espías de los Dioses
pero la vida es tan perra
que zancadillea a sus mejores actores.
Aún así,
elegimos no morir de tristeza
como el puto Rey Lear.
Todavía cada día
sin saber muy bien la razón
me maquillo frente a un gigantesco espejo
rodeado de bombillas parpadeantes.
Todavía cada día
sin saber muy bien la razón
sigo en busca de ese poema, exacto y definitivo
que será tan solo otra grieta con el espacio preciso
para que quepan mis manos y continuar escarbando.
Sin embargo me cansa este eterno ensayo general
el día del estreno habrán demolido el teatro
y en su lugar
erigirán otro Starbucks donde los hijos y nietos
de los vencedores
se sentarán ajenos sobre nuestras tumbas.
No sabrán
que allí hubo un escenario donde alguna vez
bailamos un tango con la piel del desastre
que fuimos
como dos duelistas inmóviles y absortos en el adversario.
Que supimos
de la mirada sedienta de sangre desde el palco de honor.
De la insoportable injerencia de las hienas
en las flores.
Y que no nos importó.
O que, joder, esa vez fue nuestra mejor actuación.
Todavía cada día aparezco tambaleante tras el telón.
Falstaff absurdo
cuando al iniciar la reverencia final caigo redondamente borracho
sin saber si esta vez aplaudiste
o al menos compraste la única entrada.