El drama de la inmigración siempre ha sido -y será- uno de los temas que más vergüenza producen a la sociedad pero que menos respuesta acarrean. Siempre nos dicen "ésto no volverá a ocurrir", y creemos como si fuéramos niños lo que nos dicen. Pero vuelve a ocurrir, y -paradójicamente- nos lamentamos. Cuando en España la "prosperidad" aún estaba entre nosotros y miles y miles de personas -que no números- llegaban semanalmente a nuestras costas, veíamos la inmigración como un problema. Ahora que este flujo se ha reducido muy considerablemente, la sociedad parece haberse olvidado de ello. Es curioso cómo mostramos un profundo lamento y consideración hacia la muerte de cientos de inmigrantes ansiosos de libertad y derechos en costas italianas y, cuando llegan a España, se convierten en un problema a erradicar. Decía nuestro benevolente y agraciado presidente, el señor Mariano Rajoy, refiriéndose a la llegada de subsaharianos a Canarias en 2008:
"Seré implacable con la inmigración"
Si las fronteras dentro de Europa desaparecieron, los muros levantados en torno a ésta han sido implacables con la inmigración. Las leyes permiten a un mango viajar de un extremo a otro del planeta para ser consumido y luego impiden a un ser humano atravesar una línea imaginaria a la que llamamos frontera. El presidente de la Comisión Europea, Durão Barroso, y el italiano, Enrico Letta, se lamentan ahora profundamente de la muerte de cientos y cientos de inmigrantes que vieron su sueño de llegar a Europa transformado en pesadilla. Se lamentan tal como hicieron otros tantos políticos y organizaciones que abandonaron el tema en el cajón desastre. No solo ellos, insisto.