En un lugar no muy lejano había un joven que se enorgullecía de todo lo que había amado. Por donde iba pregonaba la fuerza de su amor. Si recorría poblados llegaba a oídos de sus gentes, si atravesaba llanuras y montañas, eran las flores las que sabían de su amor, y si alguna vez llegaba a orillas de algún mar, cada ola sin remedio se llevaba su testimonio.
Tal fue la virulencia con la que se propagó su voz que llegó a oídos de un rey interesado en conocer sus secretos. A su llamada el joven le confesó la historia de su amor. El primero, comenzó contándole, había sido tan puro que le descubrió la blancura de la luz y los pliegues del viento. Y había sido tan duradero que, aún hoy, en las frías noches de invierno, allá donde la vida apenas florece, seguía iluminando las lunas y los días. El segundo amor, siguió diciéndole, le descubrió el calor de los cuerpos, la humedad de los cabellos y la vergüenza en los rostros. El tercero, más reciente, le enseñó la sal de las lágrimas, el ayer y el anteayer, el quizá y el seguramente...
Cuando el joven concluyó su historia el rey le preguntó: ¿por qué lo que me cuentas demuestra la grandeza del amor?
Porque por él, su majestad, usted puede reinar y nosotros ser reinados.