El ruido de las bombas al caer era cada vez más tenue. En el refugio varios niños jugaban al Corre_que_ te_pillo con afortunada indiferencia hacia el cataclismo que desde hacía meses, y sin haber sido pronosticado, se precipitaba sobre la zona. Nadie sabía a ciencia cierta por qué pasaba lo que pasaba. Iván se encontraba en aquel sótano debido a su edad: tenía más de sesenta años y los militares no lo habían aceptado, le dijeron que mejor sería que se ocupase de la defensa civil. Y en eso estaba, en la defensa, mejor sería decir en el cuidado de los no militares. Entre ellos estaban, naturalmente, esos niños que jugaban a la guerra y sus madres que, asustadas, les preparaban el almuerzo con lo poquito que Iván había podido conseguir.
De nuevo el ruido. No, sí, algo, más bien un rumor…, soñera, sopor indecible, respiración ahora tranquila, profunda…
El guirigay era tremendo, un ronroneo que iba a más, más y más, hasta hacerse insoportable. Era el momento de prepararse para lo peor y lo peor era… “¡Noooo, no, no, por favor, no!”. Tras el angustioso grito, todo volvió a la calma. No había sonido alguno, todo era silencio. En la habitación donde reposaba Alberto la tranquilidad era absoluta a pesar del murmullo y los bisibiseos que desde el pasillo llegaban hasta sus oídos. En su duermevela imaginaba que las enfermeras estarían hablando de él, de la situación crítica en la que con seguridad se encontraba. Unas risas apenas contenidas que llegaron hasta sus oídos le hicieron pensar que quizás se equivocaba, que quizás no estaban comentado su terrible situación, que quizás…
De repente todo cesó, se disolvió, acabó…
¡¡Riiinnngg, Riiinnngg, Riiinnngg!! Un golpetazo acabó con el desagradable sonido del despertador. Tan fuerte fue, que su mano izquierda quedó dolorida para el resto del día. Eran las 7:30 de la mañana. ¡Qué sueños más raros había tenido! A veces, sobre todo cuando era más joven, solía tomar nota de los mismos para no olvidarlos y más cuando, como en esta ocasión, eran de lo más extraño: guerra, niños jugando, hospital, enfermeras… Acabó de escribir sucintamente lo que recordaba y ya más despierto se metió bajo la ducha. Iba a ser un día de mucho trabajo, la verdad es que últimamente todo se le acumulaba. Tener que seleccionar personas nunca es tarea grata del todo. Pero era su trabajo. Llevaba en el departamento de Recursos Humanos de esa multinacional desde hacía ya mucho tiempo y hasta el momento no podía decir que le hubiese ido nada mal. El alma se le había encallecido un tanto, eso sí, pero es lo que hay, son lentejas que si quieres las tomas y si no las dejas. Él había decidió tomarlas, era evidente.
Durante el viaje en metro hasta su trabajo, Nicolás no lograba quitarse de la cabeza los elementos de su ensoñación: La guerra, las enfermeras, el hombre ya entrado en años, los niños inocentes, las madres pesarosas… ¿Querría todo esto decirle algo? ¿Alguna información secreta se escondía bajo estas imágenes oníricas? Lo mejor sería dejarlo estar. Sí, no pensar en ello sería lo mejor, pero esas bombas, esos niños, el hombre, ¿se llamaba Iván?…
El departamento de Recursos Humanos de la Fábrica Santa Bárbara lucía hermoso bajo la suave luz solar, que impregnaba de dulzura los despachos donde Nicolás y otros compañeros como él realizaban su trabajo. Ese día tocaba seleccionar comerciales expertos en mezclas químicas que mejorasen los productos que, desde hacía años y con gran éxito en el mercado mundial, producía en masa Santa Bárbara. La individualización del artículo había sido un hallazgo. Desde los lugares más distantes del mundo se los estaban quitando de las manos, la verdad es que no daban abasto.
El puesto a cubrir era el de delegado de ventas para el exterior. De los cinco candidatos que optaban al mismo, Nicolás, tras las preguntas de rigor, decidió que ese chico de veintisiete años —Alberto, creo que se llamaba— era su favorito para ocuparlo: don de ventas, conocimientos químicos, sabedor de los efectos colaterales y/o secundarios del producto, elogio sincero de las mejoras incorporadas al mismo… Todo hizo que en poco más de dos horas quedase decidida su incorporación a la empresa. Sólo faltaba comunicarle a Alberto, el elegido, el lugar donde desarrollaría su cometido. Alberto aceptó sin el menor asomo de inquietud o duda. La verdad es que todo estaba bien; cierto era que el producto de marras era algo peligroso, por decirlo de manera suave, pero sus destinatarios eran gente de paz, así que no se corría riesgo alguno.
Pasado un tiempo, medio año o algo más, Nicolás no podía borrar de su cabeza la sensación que le embargó, durante la ya lejana conversación, de no serle Alberto desconocido del todo; es más, se decía a sí mismo, “creo conocerle sobradamente”. No sabría decir qué, pero algo había visto en ese chico jovial y dispuesto, incorporado a su puesto de trabajo en un remoto destino, que le inquietaba. La loca de la casa, su imaginación desbordada, a veces se dedicaba a andar por libre y le sucedía esto: la confusión total, la mezcla que hacía indistinguible lo real de lo no real o ficticio. Escribir, ser o creerse escritor, tiene estas cosas: caos total en la azotea.
¿De dónde vienen las ideas que luego plasmamos en el papel? ¿Viven las revelaciones de lo ignoto, de lo inexistente aún en nuestra mente, en el sueño, en la anticipación, en el espíritu ajeno a la dimensión espacio temporal que el raciocinio humano exige? Quizás ahí estuviera la explicación de esta confusión, del embrollo mágico, fantasmal, que Nicolás padecía. Pero ¿qué tienen de sobrenatural las bombas, los misiles que por cientos caen sobre esas cabezas intuidas, apenas bosquejadas, en ese sueño donde habitaban niños, Iván, enfermeras…? Imposible ordenar lo anterior y lo interior del mismo, lo perteneciente al caos, si bien bastaría una chispa, un destello, para que todo se iluminase y se mostrase con nitidez en su mente. Tal chispazo se produjo en nuestro escritor, responsable de Recursos Humanos en esa multinacional prestigiosa, visionando unas imágenes de esa guerra no prevista que machacaba ciudades con miríadas de bombas groseras, que mutilaba personas a base de individualizados y muy mejorados productos que vendedores cualificados como Alberto habían sabido colocar en mercados distantes. Sí, todo ahora cobraba sentido, tenía un orden. ¿Sabría él plasmarlo sobre el papel?