Fotografía: David Stewart
Primero está el convencimiento de que te pueda entender a una gallina o incluso que la gallina, cuando hables, saque algo en claro y se pueda entablar un diálogo más o menos fluido. Si logras acceder a ese nivel, todo lo demás vendrá por natural añadidura. Sin excepción. Como si tuvieses en tus manos el mismísimo plan cósmico o el don de la más sublime elocuencia y te dieses a entender sin pérdida ni titubeo, pero no se nos adiestra en la comprensión de las razas inferiores, ni en la fonética de las criaturas menores, como tampoco hay que tener una idea muy fiable de que podamos entender a la nuestra propia. Yo mismo he visto prodigios que todavía no alcanzo a comprender. Perros que obedecen a sus amos sin que intermedie lengua alguna. He visto gestos, miradas, indicios corporales que han animado al animal a que alce una pata, ladre tres veces o se ponga mirando al cielo para que se le acaricie la panza. También he asistidoa conversaciones de fuste entre seres humanos que no han llegado a ninguna conclusión útil. En su fundamento, hablar concilia al que lo hace consigo mismo. Necesitamos expresarnos, hay una voluntad ancestral en contar y en que nos cuenten, en sentir que la realidad puede novelarse, adquirir ese rango metalingüístico. No albergo duda que las gallinas, entre ellas, cuando las vemos y cuando no, se dicen que se quieren o que se odian o platican sobre asuntos suyos en los que no podremos entrar nunca. Los topos, los grillos, los linces o los buitres leonados tendrán también su código y su canal y hasta su real academia para introducir signos nuevos y retirar los que ha expoliado de su uso primigenio el tiempo, que hará su oficio en los animales como lo hace a su antojo con nosotros.
De ponerme yo a dar palique a un animal escogería al búho. Es un animal de mirada limpia, de las que no esconden nada avieso, ni turbio. Se le ve venir al búho, se sabe si nos tiene afecto o si de pronto algo que hemos hecho ha contrariado su paz espiritual, si es que tal cosa es posible dentro de su especie. Volvemos a la incertidumbre de si los animales poseen alma y sienten y padecen y merecen después el cielo o el infierno, por los actos que han cometido o por los que no, Si el buen Dios en su altura inaccesible hizo el mundo y dio inteligencia al hombre por encima de la de las bestias o si no nos informó con detalle de sus planes y, en apariencia, somos los hombres (y las mujeres, no lo pongan en duda) los que reinamos sobre la tierra o lo son, en zoológica paridad, ellos, las criaturas animales y hasta ahora no se ha encontrado instrumento que elucide esta duda antigua. Caso de que no haya búho a mano, me inclino a elegir al perro. Sé de perros que procuran más afecto que seres humanos. No he tenido nunca ninguno y tengo la idea (nunca se sabe) de que no tendré. Requieren cuidados que no sabría darles y, en ésas, entreveo que no haré mi trabajo de dueño de un perro como debiera. De los que tienen mis amigos o de cuantos veo a la vera de quienes los cuidan, admiro su lealtad, su obediencia, su sacrificio también. Debe ser duro ser perro o ser búho. No digo ya gallina, que es especie a la que no se le tiene un afecto que duré mucho en la cabeza. Apreciamos los huevos, la carne y ahí acaban los sentimientos.
En otro orden de cosas (o es el mismo), no es cosa de locos hablar con quien no se tiene la certeza de que nos escuche. Hay quienes, movidos por su fe o por su amor o por ambas cosas juntamente, hablan con Dios y no esperan que exista un feedback en el proceso. Como carezco de fe, aunque me sobre amor, no podré jamás entrar en consideraciones teológicas y me conformo con manejarme conmigo mismo, con mi incredulidad en materia divina o con mi absoluta convicción de que, haya o no haya Dios en los cielos, a mí no me hace falta. Es más lo que nos perdemos que lo que ganamos, seguro. No sabemos si hay gallinas con un humor fantástico con las que no departimos nunca o búhos que filosofan sobre la perdurabilidad del alma o grillos que conocen como nadie los secretos más íntimos de la música. Noto ahora un vientecillo dulce oreándome el alma, como decía Mrs. Cadwell, la madre doliente de Eliacim en la pluma de Camilo José Cela.
Estamos en invierno y la ventana está cerrada. Me vienen a lo lejos conversaciones. Queda la satisfacción de que en ocasiones el mejor diálogo lo hacemos en soledad. No hay festejo mayor que pensar para uno mismo y no descabalgarse de lo pensado, no entrar en trifulca, ni objetar, ni meterse en matices que a veces incomodan. Pasa poco, pero a veces felizmente sucede eso que digo, que el día te reconcilia contigo mismo, te hace entender lo que muchas veces no alcanzas por más que lo razones con los otros y busques en los otros lo que tú no tienes. El hombre de la fotografía de David Stewart ha terminado de hablar. Se nota. Eso era una respuesta a alguna pregunta. La gallina está pensando. No sabemos qué piensa, pero se aprecia en el gesto que su cabeza no deja de ronronear palabras. Le dolerá en el fondo de su alma que no se le haya acoplado a su materia gris un sistema lingüístico que le permita interactuar con otras especies. El mundo sería más hermoso si pudiésemos contarle al jilguero de casa que no nos gustan los lunes o que anoche no bebí mucho y no me he levantado hoy resacoso. Y bien pudiera. Es mejor así. Ya tiene uno edad de ir midiendo los excesos, aunque el vicio perdure y no me corte en admitir que lamento tanto buen juicio.