Proceder al entierro de una persona implica sumarse a una ceremonia respetuosa, grave y trascendente, en virtud de la cual le tributamos al ser fallecido un último gesto de cariño y de compañía. Da igual que los adornos que rodean la ceremonia se tiñan de religiosidad o no: todos forman parte de una escenografía amorosa. Quizá por eso resulta tan fácil de entender que los descendientes de quienes yacen en las cunetas o en las bochornosas fosas comunes que nos infligen las guerras se obstinen en rescatar sus restos y volver a inhumarlos, con el protocolo cordial que merecieron.
Ignacio Martínez de Pisón nos ofrece, en su espléndido volumen Enterrar a los muertos, una historia real que podemos incluir en este grupo: la del profesor y escritor gallego José Robles Pazos, que impartió clases en la universidad Johns Hopkins (Estados Unidos), fue pionero en las traducciones españolas de John Dos Passos y fue asesinado durante la guerra civil en el año 1937. El matiz que diferencia su caso de otros (y que lo iguala a otros muchos) es que quienes procedieron a su ejecución no fueron sus adversarios políticos y bélicos, sino las personas de su entorno ideológico. Tras conocerse su desaparición, Dos Passos comenzó a mover los hilos necesarios para aclarar su paradero y, si fuera posible, liberarlo. Fue en 1937 cuando supo por fin que Robles “había sido asesinado por agentes de la policía secreta soviética, es decir, por unos comunistas extranjeros que trabajaban en estrecha colaboración con los comunistas del gobierno republicano y que, al menos en teoría, estaban sometidos a la autoridad de éstos” (p.166). Ese asesinato no fue, desde luego, un episodio aislado, sino una muestra de la “política de aplastamiento de la disidencia” que caracterizó al régimen soviético (p.216). El intenso maniqueísmo promovido desde el Kremlin divulgaba la idea incontestable de que si se criticaban las decisiones de la URSS (es decir, de Stalin) se estaba a favor del fascismo. Fue una tenebrosa y hábil jugada que se saldó con miles de asesinatos en España.
Escritores como Rafael Alberti o Ernest Hemingway vieron con malos ojos que John Dos Passos se esforzase en aclarar ese crimen, porque entendían que le estaba dando “armas” a los adversarios; y que convenía rodear de silencio esa ignominia. Así de nauseabundas pueden llegar a ser las anteojeras ideológicas, que luego siempre resulta fácil justificar o maquillar, con gesto beatífico.
Para esta reconstrucción de los hechos, Martínez de Pisón acude a libros de todo tipo, archivos desclasificados, entrevistas a protagonistas de la época y fotografías antiguas, logrando un documento literario e investigador de primera magnitud. Los crímenes del fascismo, por supuesto, tienen que ser expuestos a la luz; los del comunismo, también. Por eso este libro es tan digno de aplauso.