Mi adiós al Cervantes. 1
Me puse a escribir sobre Estambul (ciudad maravillosa entrevista en un viaje privado, vacacional, junto a E., de hace sólo unos días ) cuando quedaban muy pocas horas para el cierre de una etapa de mi vida profesional especialmente intensa: la que inicié, en julio de 2007, como directivo del Instituto Cervantes. La etapa se ha cerrado al fin y, después de recoger mis pertenencias, abandonar la sede central y volver a casa, retomo el texto de mi experiencia en la ciudad del Bósforo (abajo lo podréis leer) no sin antes hacer una primera recapitulación sobre mi adiós al Instituto.
Si pudiera resumir en pocas palabras esa experiencia de tres años, lo haría con una frase muy breve: "he vivido un mundo compartido e inimitable". Un mundo muy poco conocido en España pero decisivo en la difusión de nuestra lengua y de la cultura de nuestro país y de toda Hispanoamérica. Un mundo de trabajadores entusiastas, de hombres y mujeres (muchas más mujeres que hombres) apasionados por el proyecto, una inmensa factoría de creatividad, de sueños casi siempre cumplidos a medias, de trabajo no siempre pagado como corresponde. Cuando, a mediodía del viernes, dejaba la sede central del Instituto pensando que era la última vez que lo hacía como trabajador y directivo del mismo, sentí un vértigo extraño. Adentro quedaban miles de horas de obsesiones y preocupaciones alrededor de exposiciones emblemáticas, reflexiones al hilo de viajes, casi siempre meteóricos, a los más remotos países y guiados sólo por la realización de alguna tarea imprescindible, ecos de actos literarios, presencias de personajes irrepetibles en su salón de actos o en la Caja de las Letras (pienso en Juan Gelman, en Juan Marsé, en José Emilio Pacheco, en Berlanga o en la científica Margarita Salas, en el privilegio de haber podido hablar con ellos), rostros anónimos de trabajadores amarrados, cada día, a unas mesas repletas de papeles y proyectos que casi nunca saldrán adelante por objetivas limitaciones de espacio y de tiempo. Adentro quedaba el sueño del idioma, un ser vivo al que antes del Cervantes sólo me había acercado en función de su utilidad como materia de mis novelas y poemas y al que después del Cervantes me acerco con una lente poliédrica: una lengua que se enseña como lengua extranjera en todo el mundo, que tiene valor económico, que pugna por abrirse paso en la ciencia, que es vida e intensidad en el universo de Internet.
Mientras, ya liberado de responsabilidades, caminaba (al lado de uno de los compañeros más entrañables, cultos e inteligentes con los que he trabajado en estos años y con quien tanto he aprendido y querido al Cervantes: gracias, amigo de tantos días y tantos almuerzos --en El Bierzo sobre todo--), por la calle Barquillo en dirección a la de Alcalá, pensaba en que ya no habría lunes con una agenda implacable y estresante, en que ya no saldría, por la puerta que acababa de abandonar, más allá de las nueve de la noche de cada día con la mente atada a los actos y trabajos del día siguiente y sin tiempo ni espacio para pensar en mis novelas, en mis poemas, en este blog que construyo a golpe de fin de semana y de horas de la madrugada. Pensaba en los cuerpos que había abrazado en la despedida, hombres y mujeres entusiastas que me han emocionado al devolverme con generosidad, como inesperados espejos, una imagen de mí mismo que no esperaba. Pensaba en el microcosmos del centro de Alcalá de Henares, de ciertas mañanas en sus calles con soportales, en los actos culturales vividos al amparo de su claustro encristalado, en los trabajadores cervantinos de Alcalá y en los no menos cervantinos de la Universidad de esa ciudad. Y pensaba en los muchos rostros, con nombres y apellidos, que hacen posible que, cada día, desde Alburquerque hasta Sidney, desde Pekín a Dakar, el Cervantes sea un inmenso organismo en el que quienes hablamos, soñamos, amamos y escribimos en castellano o español, nos reconocemos. Gracias.
Estambul
En Estambul, la primavera es un estallido. En Estambul, antes Constantinopla y mucho antes Bizancio, se concentra buena parte de los imaginarios y los mitos de un mundo mestizo, complejo, rico, una encrucijada de civilizaciones y un lugar de encuentro de culturas, de sensibilidades, de mundos. Estambul de olores desconocidos. Estambul de viejos daguerrotipos entrevistos, en nuestra infancia, en casa de familiares remotos. Estambul de callejas escondidas y de amplias avenidas en las que, junto a los tranvías, crecen frondosos árboles, espaciosos jardines y bazares y mercados interminables. Estambul de mezquitas impregnadas por la magia de nuestros sueños y por la fantasía del cine, de las novelas y ensayos de Pamuk, de las viejas novelas de espionaje y de quiosco. Estambul Oriente y Estambul Occidente a un lado y otro del Bósforo.....
Han sido, estas pequeñas vacaciones, cinco días de caminatas, de sabores, de convivencia con ese mundo complejo y, a la vez, apasionante. Como no se trata de escribir una crónica turística ni una descripción de los monumentos visitados (la Mezquita Azul, Santa Sofía, San Salvador de Gora, la calle Istiklâl, el Mercado Egipcio, el Gran Bazar, el museo Topkapi....), sino de recapacitar en voz alta sobre la experiencia, diré que me he sentido como en casa, que he conocido una ciudad más desarrollada de lo que había pensado, una ciudad bulliciosa y hospitalaria, una ciudad de viejos cafés que parecen detenidos en la sima de los años cincuenta, de comercios a la última con las marcas que inundan las ciudades más cosmopolitas del mundo, de arquitecturas en las que el pasado musulmán se muestra al viajero vestido con el rococó de una Corte que hizo de Francia un referente de modernidad estética, de una condicionada ilustración.
Ese mundo, familiar y extraño a la vez, que se agita en el contraste entre la ciudad central, el cuerno de oro y las calles altas más allá de la torre Galata con una periferia humilde, tiene algo muy especial que atrae al visitante. No es el mito de los baños turcos y de las pasiones desatadas (más en la imaginación que en la realidad) por el best-seller de Gala y por la película de Vicente Aranda, es una mezcla de modernidad, exotismo, sensualidad, tradición occidental y aires orientales que parecen configurar una realidad distinta a cualquier otra.
Hablamos mucho con Antonio Gil, director del Cervantes de Estambul y con Mª Ángeles, su mujer, generosos y atentos guías de fin de semana por una ciudad viviendo una primavera sin tacha. También lo hicimos con españoles residentes en la ciudad desde hace mucho tiempo. Sobre todo, con españolas casadas con ciudadanos turcos, que habían echado raíces en Estambul (desde aquí, vaya mi abrazo para Lola y Hassan, para Lola y Alejandro (Iskender), para Pedro y su compañera María). Casi todos compartían ciertas reservas hacia la deriva a la que puede llevar al país el gobierno actual, islamista moderado, de Erdogan. Y lo cierto es que en las calles, de vez en cuando, es posible ver a mujeres de negro, cubiertas casi por completo aunque sin llegar al burka, y jóvenes y menos jóvenes tocadas con velo o con pañuelo musulmán. Antes, me decían mis interlocutores, eso no ocurría. Sin embargo, Iskender, un ciudadano turco casado con una española y con una alta formación cultural e intelectual, vino a decirme que eso era bueno, que aquellas mujeres cubiertas casi del todo vivían, hasta hace poco, ocultas en sus casas al igual que las jóvenes, que salir a la calle y relacionarse con el resto del mundo les iba a aportar una mirada nueva sobre la realidad, les iba a llevar, a medio plazo, a cuestionarse el cerrado universo en que han vivido. El referente de la Unión Europea es contemplado con una mezcla de recelo y confianza y la pulsión democrática, progresista, me pareció muy arraigada en aquellas personas, lo cual es, por otro lado, una esperanza sólida frente a los integrismos. Creo que Europa (no la de los mercados, sino la de la cultura, la de la tolerancia y el bienestar, la de la convivencia) no debe de ser cicatera y estrecha con Turquía. Estambul es la prueba de un mundo muy alejado de los convencionalismos establecidos: está lleno de gentes repletas de curiosidad, es una realidad abierta y generosa.
Y Estambul es, también, una ciudad de azoteas panorámicas que se asoman al Bósforo o a un horizonte inabarcable de mezquitas. Como la del hotel Adamar, un pequeño establecimiento gestionado por Pedro y Hassan, cuya azotea-restaurante se asoma a la ciudad y a las cúpulas de Santa Sofía donde estuvimos una noche de cielo negro y estrellado. Y es, inevitablemente, una ciudad con tranvías. No, no penséis que todos son como el maravilloso ejemplar de la fotografía, tan parecido (quizá sea un original, no puedo afirmarlo) a los tranvías de las primeras décadas del siglo XX. Hay tranvías modernos, funcionales, similares a los nuevos tranvías que se están instalando en algunas ciudades de la periferia madrileña o barcelonesa, lo que habla de la inteligencia y la sabiduría de los administradores de una ciudad que no ha caído en el barranco en que cayó Madrid con los últimos gobiernos municipales de la dictadura acabando, a principios de los años 70, por decreto y especulación, con todas las líneas existentes y creando "scalextrics" y pasos elevados sobre los viejos bulevares que, entre frondosos árboles, cruzaban aquellos viejos cacharros de mi infancia y de mi pubertad.
Blas de Otero. 1
En Estambul me acompañó el tan esperado libro, con los poemas inéditos, que Sabina de la Cruz, su viuda, guardaba a buen recaudo, de Blas. Hojas de Madrid con La galerna, tal es el título. Como estas reflexiones se me han alargado quizá en exceso, una entrada que he iniciado con una primera entrega de mis impresiones cervantinas (vendrán más) no podía sino cerrarse con otra primera entrega (vendrán también más) sobre los versos desconocidos del poeta bilbaíno. Si en el futuro vendrá una reflexión, ahora os dejo un hermoso poema cargado de intimidad y serenidad, una pieza del mejor Blas de Otero de sus años últimos:
FRESAS
El aire esparcirá y desordenará tus cabellos
y un niño trepará por tu muñeca,
en tanto que la General Eléctrica esplenderá azul y rabiosa,
tintineará una esquila en el costado de María Luisa
y yo me sonreiré,
y tú estarás asustada,
y yo me sonreiré
junto al palacio de Orozco, allá
la abuela escogía fresas en primavera y sopesaba en noviembre
las ufanas peras del invierno,
y el aire desordenará tus cabellos
y yo moriré de nada.
Blas de Otero