Revista Opinión
En este país hubo quien afirmó, hasta la náusea, que tras los atentados del 11 de marzo no había ninguna célula yihadista, sino una ETA dispuesta a ayudar a Zapatero a hacerse con el poder para, posteriormente, recibir a cambio la autodeterminación de Euskadi y la entrega de Navarra; también hubo quien dijo que, tras la ruptura de la tregua terrorista, los etarras estaban más fuertes que nunca. En este país hubo quien dijo que, con la aprobación de la ley de matrimonio homosexual, la familia se rompía; hubo quien sostuvo que con la aprobación del Estatut catalán, España estaba condenada a la balcanización y desmembración territorial. En este país hubo manifestaciones exigiendo una verdad que acusaba al gobierno socialista de connivencia con los terroristas, manifestaciones en contra de un gobierno que quiso aprovechar la oportunidad de materializar el final del terrorismo; hubo manifestaciones, con recogida de firmas incluida, en contra de los derechos civiles de un sector de la sociedad, y también en contra de la voluntad legislativa de una comunidad autónoma refrendada por el Parlamento español y la ciudadanía catalana.
Con la perspectiva del tiempo, la verdad de los hechos se ha impuesto a la mentira para mostrarnos que no hay el menor rastro de ETA en la autoría del mayor atentado perpetrado en territorio europeo, que la rendición y "traición a los muertos" eran una calumnia que se desvanece ante el incuestionable debilitamiento de los eternos cobardes, que la familia no la rompen los gays sino las drogas o la violencia de género, y que solo existe una Nación, porque si el preámbulo constitucional no tiene eficacia jurídica, mucho menos puede tenerla el preámbulo de un estatuto. En este país hubo quien decidió entrar en el redil de la mentira y, ante la aplastante verdad, hoy se pregunta "¿han llegado a la convicción de que somos una pandilla de borregos?". A la vista de los hechos, la pregunta sobra.