Cuando te mueves entre la indignación y la indiferencia corres el peligro de terminar anestesiado por una banalidad desconcertante, aceptando que tanto vale romper el escaparate de una sucursal bancaria con una piedra como ver, por televisión, cómo otros lo rompen. El resultado del desconcierto, del ruido de fondo, siempre es el mismo: la desafección de todo lo que no tenga que ver directamente con la vida de uno. A la derecha siempre le ha convenido este sabor de lo social, este desencanto, esta disolución de las clases en una especie de nihilismo político que reza: todos son iguales. Si todos son iguales ya no importa abandonarse a las barricadas o quedarse en casa viendo cómo oscila la prima de riesgo, el Euribor y el número de parados. Lo único importante es que no te manche la vorágine de la historia.
La corrupción se ha convertido en el acompañamiento perfecto de este fenómeno, como si fuese necesario mantener a la población en un constante estado de expectación sin que realmente pase nada determinante. La corrupción sucede con normalidad y la indignación o la indiferencia responden a esa normalidad con su discurso mudo o gritón encerrado en una urna de cristal, la misma urna que recibe cada cuatro años la apuesta de cada votante. Parece una estrategia meditada: démosles de vez en cuando algún caso de corrupción para que puedan sentirse decepcionados, o para que poco a poco vaya ganando el desinterés, y terminen por rendirse, ese parece ser el credo de los políticos.
Pongamos que Bárcenas es inocente, pongamos que el Partido Popular nunca manejó cuentas paralelas, pongamos que nunca hubo sobresueldos ni sobres con dinero negro, pongamos que todo es un gigantesco equívoco. De ser así, la respuesta de los populares ha sido, cuando menos, tibia. Resulta muy sospechoso que todo se desarrolle con esa temperatura, con esa falta de rotundidad, con esa previsibilidad; todos parecen leer un guión escrito por un guionista de grandes éxitos. Nada salta por los aires, nada explota, nada parece verdaderamente importante, nada se nos presenta envuelto por la vigorosa improvisación. Desde la forma todos somos sospechosos, hay que abrazar con un estilo personal toda la parafernalia de la vida.
Esta presentación de los hechos, esta puesta en escena, sólo admite dos opciones: la indignación o la indiferencia, y así, desde la indignación o la indiferencia, todo parece un experimento para testear una última perversión social: encerrar al ciudadano en la única cárcel inevitable, su propio yo. Cuando estamos ensimismados nada nos importa, y tan ensimismado parece el violento como el apático: ambos no responden a ningún estímulo que venga de las afueras de su cólera o su indiferencia. Mantener la expectativa, mantener la balanza entre la indignación y la indiferencia, ese parece ser el propósito.
Como la corrupción es algo que sucede en otras esferas, mi comportamiento está exento de sufrir las tentaciones de los poderosos, la esfera en la que me muevo sólo admite dos posiciones: pelear o correr, o sea, indignarme o huir. Pero cuidado, hay muchas formas de pelear y muchas formas de huir. También hay tantos niveles de corrupción como estratos sociales y al final del conflicto o en el cénit del conflicto, sólo habrá lugar para una postura, ya no será posible elegir.
Archivado en: opinión, politica Tagged: Corrupción, Luis Bárcenas