La reunión de etarras apresados, juzgados, condenados y excarcelados tras cumplir pena por perpetrar más de 300 asesinatos durante su pertenencia activa, como matones, a la banda terrorista ETA, repugna a los ojos de cualquier ciudadano con sensibilidad suficiente para no comprender ningún argumento que justifique matar inocentes por una idea abstracta. Por eso, la asamblea de asesinos celebrada en Durango, la víspera de Reyes, para teatralizar un comunicado que a nadie satisface, ni siquiera a ellos mismos, despierta reacciones que nacen antes de los sentimientos que de la razón en tanto en cuanto no es comparable, a la hora de sopesarlos, el tiempo purgando condena frente a la muerte irreversible de las víctimas. Unos pierden la vida para siempre, otros carecen de libertad durante poco más de veinte años. El deseo que provoca esa desproporción es de que se pudran en la cárcel hasta tanto no reparen el daño causado -imposible, por lo demás, porque los muertos no resucitan- o, cuando menos, expresen abierta y sinceramente el arrepentimiento por unas acciones tan deleznables, cosa que se resisten hacer.
Cumplir condena dictada por los tribunales, que no se puede alargar por invalidar el Tribunal Europeo de Derechos Humanos la aplicación retroactiva de la doctrina Parot, es el precio con el que el ajusticiado salda su deuda con la Justicia. La exigencia de arrepentimiento es un precio “moral” que persigue el reconocimiento de las víctimas, para que se restablezca, como mínimo, la dignidad arrebatada por la barbarie de sus verdugos. La primera exigencia -de justicia- ha sido satisfecha por los excarcelados etarras; la segunda -la moral-, no. De ahí brota el dilema que enfrenta la ley con el deseo. Una se cumple, la otra no.
Sin embargo, intentando dejar al margen en lo posible los sentimientos, el acto de los excarcelados en Durango, al hacer público un comunicado por el que aceptan las vías políticas para defender sus ideas independentistas, expresan el rechazo explícito a la violencia y la lucha armada (terrorismo), asumen la legalidad penitenciaria (para acceder a beneficios penitenciarios) y la responsabilidad de las “consecuencias del conflicto” (eufemismo con el que aluden al daño causado), es una contundente e inapelable victoria de la democracia y del Estado de derecho frente a quienes pretendían subvertirlo y derrocarlo mediante el terror. Es, de manera rotunda, la expresión más patética de derrota y rendición por parte de confesos y vencidos terroristas que ayer buscaban hincar de rodillas a un país que ha sabido enfrentarse al desafío de los violentos mediante la ley.
Desde que ETA iniciara su macabra actividad, matando en 1960 auna niña de 22 meses en San Sebastián al hacer explosionar una bomba en la Estación de Autobuses, hasta la última víctima de su locura, el gendarme francés acribillado por un comando que pretendía robar unos vehículos en Francia, en 2010, son 829 cadáveres los que deja de balance un fanatismo asesino que acaba exhibiendo su derrota en el triste espectáculo de Durango. Ni han vencido, ni convencido ni conseguido ninguno de sus alucinantes propósitos por medios violentos, que incluían la extorsión y el tiro en la nuca.
El camino recorrido hasta este principio del fin de ETA es largo, doloroso y, en ocasiones, vergonzante. La obligada unidad de los demócratas no siempre ha sido lo monolítica que hubiera sido necesario y se ha visto amenazada por cálculos partidistas en algunos de sus protagonistas. Es cierto que todos los Gobiernos de la democracia han intentado hallar soluciones a la violencia a través del diálogo, pero tales negociaciones siempre fueron torpedeadas por intransigentes de ambas partes. Un camino que, incluso, ha explorado equivocados atajos de “guerra sucia” a través de una violencia paraestatal y parapolicial que sólo favorecía la espiral de bombas y secuestros sin fin.
Todas las medidas que a la postre han resultado eficaces, aparte de la imprescindible actuación dentro de la legalidad de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad y de los Servicios de Inteligencia, fueron las emprendidas desde la lealtad al Estado de derecho y asumidas democráticamente por los representantes de la soberanía popular. En ese sentido, y alabando la acción de todos los Gobiernos a la hora de encarar el terror con las armas de la ley, hay que destacar la firmeza en el empeño por apresar a los terroristas para ponerlos a disposición de la Justicia, con la colaboración al principio tibia y después intensa de Francia, y la política de dispersión geográfica que ha impedido la concertación del colectivo de presos con la dirección de la banda. El resultado de todo ello es que prácticamente el 90 por ciento de ETA está en prisión, por lo que la banda sólo aspira a conseguir mejoras por vía legal para acelerar una salida, negociada e individualizada, de los presos, algo impensable si antes no anuncia su disolución y entrega las armas.
No hay que olvidar, tampoco, que a este desenlace contribuyó el vilipendiado expresidente socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, cuando impulsó estando en la oposición, en el año 2000, el Pacto Antiterrorista: un acuerdo suscrito por el Gobierno de José María Aznar por el que los dos grandes partidos capaces de gobernar España, PP y PSOE, se comprometieron a impulsar conjuntamente las libertades y la política contra ETA, lo que sirvió para ilegalizar a aquellas formaciones políticas, como Batasuna, que amparaban la violencia y cobijaban a los violentos. Y la creación, en 2004, del Alto Comisionado para la Atención a las Víctimas del Terrorismo, con un Gobierno socialista, con la intención de coordinar todas las acciones de ayuda y asistencia a las víctimas, desde el ámbito de la Administración, y que, sin embargo, fue objeto de duras críticas por parte de una de las Asociaciones de Víctimas (AVT), que acusaba al Gobierno de hacer lo que ella misma practicaba: utilizar políticamente a las víctimas como arma arrojadiza.
No siempre hubo buena fe en la lucha contra el terror, pero el final de los atentados terroristas y de los asesinatos indiscriminados de inocentes es una clara victoria que ha de ser reconocida en el haber de la democracia y en la voluntad de los pacíficos. Es un triunfo inimaginable no hace muchos años, cuando ETA llenaba de horror los ojos de los españoles. Y es un éxito de la ley y del Estado de derecho, cuyas decisiones no cabe cuestionar cuando, cumplidas las penas, los condenados quedan en libertad y se reúnen sin mostrar ningún remordimiento. Su maldad es posible que no haya sido eliminada con la cautividad de la cárcel, pero las consecuencias de tanta maldad han quedado definitivamente extirpadas de nuestra realidad: ya no hay atentados ni muere gente a causa del terrorismo de ETA. Se trata del mejor mensaje que se puede enviar a las víctimas de tanta sinrazón, y no enzarzarnos en una discusión entre la ley y el deseo.