Sun Tzu, súbdito del rey de Qi, era el hombre más versado que hubiera existido en el arte militar.
Estatua de Sun Tzu
en la ciudad japonesa de Yurihama
La obra que Sun Tzu compuso y las grandes acciones que realizó son una prueba de su profunda capacidad y de su consumada experiencia en este género. Incluso antes de que hubiera adquirido esa gran reputación que lo distinguió mas tarde en todas las provincias que componen el Imperio del Centro, y que en su mayor parte llevaban entonces el nombre de Reino, su mérito era conocido en todos los reinos vecinos de su patria.
El rey de Wu tenía algunos problemas con el rey de Chu. Estaban a punto de entablar una guerra abierta, y de una y otra parte se hacían preparativos. Sun Tzu no quiso permanecer ocioso. Persuadido de que el personaje de espectador no se avenía con él, fue a presentarse al rey de Wu para obtener empleo en sus ejércitos. El Rey, encantado de que un hombre de ese mérito se pusiera de su parte, lo acogió muy complacido.
Quiso verlo e interrogarlo personalmente. Sun Tzu, le dijo, he visto la Obra que has escrito sobre arte militar y me satisfizo, pero los preceptos que das me parecen de ejecución muy difícil; hay incluso algunos que creo absolutamente impracticables: ¿Tú mismo, podrías realizarlos?, pues hay buena distancia de la teoría a la práctica. Es fácil imaginar excelentes medios cuando uno está tranquilo en su gabinete y sólo hace la guerra mentalmente; no es lo mismo cuando uno se encuentra en la situación real. Ocurre entonces que resulta a menudo imposible lo que al comienzo parecía muy fácil.
Príncipe, respondió Sun Tzu, nada he dicho en mis escritos que no haya puesto ya en práctica en los ejércitos, pero lo que aún no he dicho, y que sin embargo me atrevo a asegurar ahora a Vuestra Majestad, es que estoy en condiciones de hacerlo realizar por quienquiera que sea, y de formar a cualquiera en los ejercicios militares cuando tenga autoridad para hacerlo.
Te entiendo, replicó el rey: quieres decir que podrías instruir fácilmente con tus máximas a hombres inteligentes dotados ya de prudencia y valor; que formarías sin mucho esfuerzo en los ejercicios militares a hombres acostumbrados al trabajo, dóciles y plenos de buena voluntad. Pero la mayoría de ellos no pertenece a esta especie.
No importa, respondió Sun Tzu: he dicho a quienquiera que sea, y no exceptúo a nadie de mi proposición: incluyo en ella a los más díscolos, los más indolentes y los más débiles. Si me atengo a lo que dices, contestó el rey, pensaría que eres capaz de inspirar incluso a mujeres los sentimientos que hacen a los guerreros; que serías capaz de instruirlas en los ejercicios de las armas.
Sí, príncipe, replicó Sun Tzu con tono firme, y ruego a Vuestra Majestad no dudar de ello. El rey, que ya no se complacía en las diversiones ordinarias de la corte, a raíz de la circunstancia en que se encontraba entonces, aprovechó esta ocasión para procurarse una nueva. Que me traigan aquí, dijo, a ciento ochenta de mis mujeres. Fue obedecido, y entraron las princesas. Entre ellas había dos en particular a las que el rey amaba tiernamente; las puso a la cabeza de las otras. Veremos, dijo el rey sonriendo, veremos Sun Tzu, si mantienes tu palabra. Te nombro general de estas nuevas tropas. Podrás elegir, en toda la extensión de mi palacio, el lugar que te parezca más cómodo para ejercitarlas en las armas. Me avisarás cuando estén suficientemente instruidas, e iré yo mismo a hacer justicia a tu habilidad y talento.
El general, que sintió todo el ridículo del personaje que se le quería hacer representar, no se desconcertó por ello, y pareció al contrario muy satisfecho del honor que el rey le hacía, no sólo dejándole ver a sus mujeres sino también poniéndolas bajo su dirección. Os daré buena cuenta, Señor, le dijo con tono seguro, y espero que en poco tiempo Vuestra Majestad tendrá ocasión de sentirse satisfecha de mis servicios; os convenceréis, por lo menos, de que Sun Tzu no es hombre precipitado y temerario. Luego que el rey se hubo retirado a aposentos interiores, el guerrero sólo pensó en cumplir su cometido. Pidió armas y todo el equipo militar para sus soldados de nueva creación, y en espera de que todo esto se aprestara condujo a su tropa a uno de los patios del palacio que le pareció el más adecuado para su designio.
No pasó mucho tiempo antes de que le trajeran lo que había solicitado. Sun Tzu dirigió entonces la palabra a las favoritas: Heos aquí, les dijo, bajo mi dirección y a mis órdenes; debéis escuchar atentamente y obedecerme en todo lo que os ordenaré. Esa es la primera y más esencial de las leyes militares: cuidaos bien de transgredirla. Quiero que desde mañana hagáis el ejercicio ante el rey, y confío en que lo cumpláis exactamente.
Después de estas palabras les hizo ceñir el tahalí, les puso una pica en la mano, las dividió en dos grupos y colocó a la cabeza de cada uno de ellos a las princesas favoritas. Hecho este ordenamiento, comenzó sus instrucciones en estos términos: ¿Podríais distinguir perfectamente vuestro pecho de vuestra espalda, y vuestra mano derecha de vuestra mano izquierda? Responded. La única respuesta que le dieron al principio fueron algunas carcajadas. Pero como guardaba silencio y se mantenía serio, sí, sin duda, le contestaron al unísono las concubinas. Si es así, contestó Sun Tzu, retened bien lo que voy a deciros.
Cuando el tambor suene una sola vez, os quedaréis como os encontréis en ese momento, prestando sólo atención a lo que está delante de vuestro pecho. Cuando el tambor suene dos veces, tendréis que volveros de manera que vuestro pecho esté en la dirección donde antes estaba vuestra mano derecha. Si en lugar de dos golpes oís tres, tendréis que volveros de modo que vuestro pecho esté precisamente en el lugar donde antes estaba vuestra mano izquierda. Pero cuando el tambor suene cuatro veces, tenéis que volveros de modo que vuestro pecho se encuentre donde estaba vuestra espalda, y vuestra espalda donde estaba vuestro pecho.
Quizás no sea bastante claro lo que acabo de decir: lo explicaré. Un sólo toque de tambor debe significar para vosotras que no debéis cambiar de posición, y que debéis manteneros alerta; dos toques, que debéis girar a la derecha; tres toques, que debéis girar a la izquierda; y cuatro toques, que debéis dar media vuelta.
Ampliaré la explicación. El orden que seguiré es el siguiente: haré tocar primero un solo toque: a esta señal, os mantendréis prestas para lo que deba ordenaros. Unos segundos después haré tocar dos toques; entonces todas juntas giraréis a la derecha con gravedad; Después de lo cual haré tocar no tres toques sino cuatro, y completaréis la media vuelta. Os haré volver en seguida a la primera posición, y como antes haré tocar un solo toque. Concentraos cuando oigáis esta primera señal. Luego haré tocar 110 dos toques sino tres, y giraréis a la izquierda; cuando oigáis cuatro toques completaréis la media vuelta. ¿Habéis comprendido bien lo que he querido deciros? Si subsiste alguna dificultad, bastará con que lo digáis y trataré de satisfaceros. Estamos al tanto, respondieron las damas.
Si es así, contestó Sun Tzu, voy a comenzar. No olvidéis que el sonido del tambor equivale a la voz del general, puesto que éste os da las órdenes por intermedio de tal instrumento. Después de repetir tres veces esta instrucción, Sun Tzu hizo formar de nuevo a su pequeño ejército, luego de lo cual ordenó un toque de tambor. Al oír el ruido todas las princesas se pusieron a reír: hizo tocar dos toques, y las princesas rieron aun más fuerte. El general, sin perder su seriedad, les dirigió la palabra en estos términos: puede ser que no me haya explicado con suficiente claridad en la instrucción que os he dado. Si es así, la falta es mía; trataré de corregirla hablándoos de una manera que esté más a vuestro alcance (e inmediatamente repitió hasta tres veces lo explicado en otros términos); veremos si Después de esto, agregó, obedecéis mejor. Ordenó un toque de tambor, y luego dos. Al ver el aire grave del general y la extravagancia de la situación en que se encontraban, las damas olvidaron que era necesario obedecer. Después de esforzarse por unos momentos en contener la risa que las sofocaba, la dejaron escapar al fin en carcajadas inmoderadas.
Sun Tzu no se desconcertó, sino que en el mismo tono en que les había hablado anteriormente, les dijo: si no me hubiera explicado bien, o vosotras no me hubierais asegurado unánimemente que comprendíais lo que quería deciros, no seríais culpables; pero os he hablado claramente, como vosotras mismas lo confesasteis. ¿Por qué no habéis obedecido? Merecéis castigo, y un castigo militar. Entre las gentes de guerra, quien no obedece a las órdenes de su general merece la muerte: por lo tanto moriréis.
Después de este corto preámbulo, Sun Tzu ordenó a las mujeres que formaban las dos filas, que mataran a las dos que estaban a su frente. Al instante, uno de los hombres encargados de cuidar a las mujeres, viendo que el guerrero no bromeaba, fue a advertir al rey de lo que pasaba. El rey envió a alguien para comunicar a Sun Tzu que no debía ir más adelante, y en particular, que se abstuviera de maltratar a las dos favoritas, a las que él más amaba y sin las cuales no podía vivir.
El general escuchó con respeto las palabras que se le transmitían de parte del rey, pero no cedió a la voluntad de éste. Id a decir al rey, respondió, que Sun Tzu lo cree demasiado razonable y justo como para pensar que haya cambiado tan pronto de opinión, y que quiera ser realmente obedecido en lo que venís a anunciar de su parte. El príncipe hace la ley, no podría dar órdenes que rebajen la dignidad de la cual me ha investido. Me encargó de entrenar en los ejercicios de las armas a ciento ochenta de sus mujeres, me designó su general; a mí me corresponde hacer el resto. Ellas desobedecieron y morirán.
Apenas hubo pronunciado estas últimas palabras sacó su sable y, con la misma sangre fría que había mostrado hasta entonces, abatió la cabeza de las dos que comandaban a las demás. Inmediatamente puso a otras dos en su lugar, hizo ejecutar los diferentes toques de tambor que había convenido con su tropa, y las mujeres, como si hubieran hecho durante toda su vida el oficio de la guerra, giraron en silencio y siempre con acierto.
Sun Tzu, dirigiendo la palabra al enviado, le dijo: id a advertir al rey que sus mujeres saben hacer el ejercicio, que puedo llevarlas a la guerra, hacerles enfrentar toda clase de peligros e incluso pasar a través del agua y del fuego.
El rey, enterado de todo lo ocurrido, se sintió penetrado por el más agudo dolor. He perdido entonces, dijo exhalando un profundo suspiro, he perdido entonces lo que más amaba en este mundo. Que ese extranjero se vaya a su país. No lo quiero, ni quiero sus servicios. ¿Qué hiciste, bárbaro? Cómo podría ya vivir, etcétera.
Entonces Sun Tzu dijo: el rey sólo gusta de palabras vacías. Ni siquiera es capaz de unir el gesto a la palabra. Por más inconsolable que pareciera el rey, el tiempo y las circunstancias le hicieron olvidar pronto su pérdida. Los enemigos estaban prestos a caer sobre él; hizo volver a Sun Tzu, lo nombró general de sus ejércitos, por medio de él destruyó el reino de Chu. Aquellos de sus vecinos que le habían producido antes más inquietudes, invadidos por el temor que produjo la sola difusión de las hermosas acciones de Sun Tzu, sólo pensaron en mantenerse quietos bajo la protección de un príncipe que tenía a su servicio a tal hombre.
El monumento funerario de este héroe se yergue a diez leguas de la puerta de Wu.