Diego Trelles Paz (Lima,
1977) es licenciado en Cine y Periodismo por la Universidad de Lima y doctor en
Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Texas. Ha publicado los
libros de cuentos Hudson el redentor (2001) y Adormecer a los felices
(2015), el ensayo Detectives perdidos en la ciudad oscura. Novela policial alternativa en
Latinoamérica. De Borges a Bolaño (Premio Nacional de Ensayo Copé 2016)
y las novelas El círculo de los escritores asesinos (2005) y Bioy (2012,
Premio Francisco Casavella de Novela y finalista del Premio Rómulo Gallegos
2013). Sus obras se han traducido al francés, inglés, italiano y húngaro.
Actualmente reside en París.
Su última novela, titulada La procesión infinita, ha sido
publicada por la editorial Anagrama. Puedes leer la reseña que escribí sobre ella
pinchando AQUÍ.
En tus libros ‒también en La procesión infinita‒ aparece un
personaje llamado Diego, «el Chato», que es un escritor peruano de tu edad.
¿Cuánto tiene «el Chato» de ti mismo?
El Chato aparece, por primera vez, en Hudson el redentor y, salvo en Bioy,
es personaje de todos mis libros de ficción. Es recién en esta novela que
aparece con mi nombre y habitando en la misma buhardilla parisina de Etienne
Marcel. Aunque ha envejecido conmigo y compartimos algunos rasgos, experiencias
y principios, el Chato no deja de ser un personaje. En El círculo de los escritores asesinos es uno de los autores
implicados en la muerte del crítico literario García Ordóñez en Lima. El Chato
es mucho más aventurado que yo, puede ser incluso imprudente. No he escrito
nunca un libro de autoficción y dudo mucho que alguna vez suceda.
La estructura de La procesión infinita huye de la
narración lineal. ¿Hasta qué punto te han influido tus estudios de cine a la
hora de realizar el «montaje» de una novela?
El cine es fundamental. La literatura, como cualquier otra disciplina
artística, puede nutrirse de otras formas y plataformas y dar soluciones
narrativas a esos momentos que requieren de una puesta en escena distinta. No
es un mero artilugio, a veces la literatura no llega. Por otro lado, el cine te
enseña a ver y a entender dónde y por
qué se coloca una cámara en determinado ángulo o qué queda dentro y fuera de un
encuadre. En técnicas como el elipsis o el montaje, las posibilidades
narrativas se multiplican.
En La procesión infinita podemos leer: «Y nunca, escúchame bien esto,
Chato, o como chucha te llames, nunca
jamás vayas por la vida oliéndole los pedos a Vargas Llosa, ¿entendiste?...
La literatura no es para zalameros, causa. Es lo que sobra allá. Para escribir
hay que matar, ¿escuchaste? ¡MATAR! (…) ¡Tuércele el cuello a Zavalita o no
escribas nada!» ¿Cuál es tu relación, como autor peruano, con la figura de
Mario Vargas Llosa?
Mario Vargas Llosa es una figura decisiva para autores de distintas
generaciones y, desde luego, para mí también. Otros escritores peruanos que
admiro y cuyos libros dejaron un sedimento en mi narrativa son Julio Ramón Ribeyro
y Oswaldo Reynoso. Hay otros colegas que han sido influidos por autores de
distinta estirpe como José María Arguedas o Luis Loayza. Algo importante y
consciente fue mi decisión de ser escritor luego de leer Los cachorros, y esto ocurrió cuando todavía era un adolescente.
Juan Antonio Masoliver Ródenas acierta cuando, en su reseña de la novela,
recuerda al poeta mexicano Enrique González Martínez en ese famoso verso contra
el modernismo donde pide torcerle el cuello al cisne. En el arte no se debe
negar un origen contra el que, al mismo tiempo, es imperioso rebelarse.
La crítica ha hablado de la
influencia de Roberto Bolaño en tu obra. ¿Te resulta más fácil sentirte
vinculado a él que a Vargas Llosa?
Bolaño le escribió un precioso prólogo a Los cachorros de Vargas Llosa. A diferencia de Carlos Fuentes,
Vargas Llosa siempre ha sido elogioso con la obra de Bolaño pese a las críticas
del último hacia algunos de los escritores del boom. Ambos vivieron por y para la literatura. Con eso me
identifico absolutamente. La crítica siempre establece vínculos porque, como
buen detective, rastrea las lecturas de los que escriben. Pero ese árbol es
mucho más frondoso: Onetti, Rulfo, Piglia, Puig, Ibargüengoitia, por nombrarte
solo a los latinoamericanos.
La procesión infinita es una novela recorrida por la violencia (de
Sendero Luminoso, del Estado, violencia individual…), un elemento recurrente en
tus libros. ¿Qué peso tiene para ti la violencia como sustrato narrativo?
Es uno de los motivos de mi narrativa. Uno escribe sobre aquello que
lo afecta. La violencia ha estado presente en mi vida desde la infancia. Sin
ser víctima directa, soy también hijo de esa violencia, de esa guerra a la luz de las velas a la que
alude Daniel Alarcón en su maravilloso libro de cuentos, y también un
adolescente que creció en dictadura y se formó como ciudadano y como escritor
en un país donde todo estaba chueco y los problemas se resolvían con esa misma
violencia que no se acabó en 1992, cuando capturan a Abimael Guzmán, sino que
se reformula, ese mismo año, cuando el presidente Alberto Fujimori cierra el
Congreso y se convierte en dictador.
En el programa Cronopios y famas podemos escucharte
decir: «Soy consecuente con los personajes (…), y no me importa perder al
lector». La procesión infinita es una
novela que dosifica bastante la información que se le da al lector, con
drásticos saltos temporales y escrita con un lenguaje cuajado de peruanismos
que, sin embargo, se publica en España. ¿En ningún momento temes que el lector
español pueda perderse en ella?
Pensemos en las novelas de tres escritores mexicanos que escriben
usando una jerga mexicana muy acentuada y a los que recomiendo plenamente: Yuri
Herrera, Daniel Sada y Jorge Ibargüengoitia. Los tres son publicados en España
y en muchas partes del mundo. Sada no se planteaba esa disyuntiva cuando
escribió Porque parece mentira la verdad
nunca se sabe y el resultado es una obra maestra que se lee y se estudia.
Escribir pensando en un determinado lector es una trampa. Y lo es porque
termina estandarizando el lenguaje y favoreciendo la impostura en pos de un
mercado que exige más amabilidad. Me encantaría que mis libros se vendan en
todos los supermercados y lleguen a cualquier lector del mundo, pero no al
costo de sacrificar mi arte. Un buen libro genera sus lectores.
A finales de 2016, Juan Pablo
Villalobos ganó el premio Herralde con su novela No voy a pedirle a nadie que me crea. El finalista fue Federico
Jeanmaire con Amores enanos. El
jurado también destacó la calidad literaria de Cómo dejar de escribir de Esther García Llovet, que se publicaría
en el primer trimestre de 2017. Tu novela La
procesión infinita se encontraba entre las cinco obras finalistas del
premio. ¿Cómo fue la sensación, en primera instancia, de haberte quedado a las
puertas de publicar en la prestigiosa Anagrama? ¿Cuándo supiste que Anagrama
publicaría también La procesión infinita?
Soy de esos que se gastaba la mitad de su sueldo comprando libros. Era
periodista, ni siquiera estaba en planilla, y apenas cobraba algo, no lo dudaba
ni un instante: me iba primero al jirón Quilca o a Amazonas, y buceaba entre
las pilas de libros de segunda buscando tesoros; luego me gastaba lo que
tuviera en un libro importado. Solía ser de Anagrama porque en su catálogo
estaban todos los autores que me interesaban y que representaban lo que yo
entendía por literatura de autor. De repente esta anécdota pueda servir para
entender la dimensión de lo que significa ahora ser autor de este gran sello.
En 2012 ganaste el Premio Francisco
Casavella con tu novela Bioy, que
además fue finalista del Rómulo Gallegos en 2013. Bioy tuvo una gran repercusión crítica. ¿Qué ha supuesto Bioy para tu carrera literaria?
Bioy sigue siendo un manicomio
sin puertas de salida. La repercusión crítica se la ganó a pulso, como lo
hacían antes las buenas novelas: no tuvo un gran impulso en promoción pero los
lectores fueron pasándose la voz y esto generó lo que es ahora. Como escritor
fue un deslumbramiento porque escribirla fue un proceso de aprendizaje, de
descubrimiento, de independencia de mi voz. El
círculo de los escritores asesinos había sido bien recibida en España pero
habían pasado cinco años y la memoria para seguir carreras puede ser frágil. Bioy es, acaso, la prueba de lo que te
señalaba antes. Es una novela que te golpea desde la primera página y que
muchos simplemente abandonaron para volver después. No pensé en la sensibilidad
de ningún lector para hablar sobre una guerra que había sido sangrienta hasta
lo inhumano. Hay amigos escritores que piensan que La procesión infinita es mejor que Bioy. Da igual lo que yo crea, el comentario me deja tranquilo.
Tus libros se han traducido al
francés, inglés, italiano y húngaro. Fuera del mundo hispano, ¿dónde han
funcionado mejor?
En Francia. De hecho, La
procesión infinita aparecerá en 2018 con mi editorial Buchet Chastel. Estar
en Anagrama y en Buchet Chastel, editoriales que considero afines, es lo más
importante para mí a estas alturas de mi carrera.
Cuando en el programa
televisivo Lee por gusto te preguntan
por tus cinco libros favoritos, citas los siguientes: El Quijote de Miguel de Cervantes, Santuario (o Luz de agosto)
de William Faulkner, Viaje al fin de la
noche de Louis-Ferdinand Céline, Meridiano
de sangre de Cormac McCarthy y Los
detectives salvajes de Roberto Bolaño. Si la pregunta se hubiese limitado a
tus cinco libros favoritos de Hispanoamérica, ¿qué habrías contestado?
Pedro Páramo de Juan Rulfo, Conversación en La Catedral de
Mario Vargas Llosa, Las muertas de Jorge Ibargüengoitia, La última niebla de María Luisa Bombal y
Respiración artificial de Ricardo
Piglia. Es una pregunta injusta porque siento que me faltan Onetti, García
Márquez, Puig. ¡Rosaura a las diez de
Marco Denevi o Luna caliente de Mempo
Giardinelli! Y, claro, doy por descontado que no puedo repetir Los detectives salvajes de Roberto
Bolaño porque ya la había mencionado antes.
Después de la gran época de
escritores como Mario Vargas Llosa, Alfredo Bryce Echenique o Julio Ramón
Ribeyro, ¿en qué estado consideras que se encuentra la literatura peruana en la
actualidad?
Mejor en la producción que en la crítica. No solo hay pocos
suplementos culturales sino que está la influencia de las redes que no siempre
es la mejor. El problema de la literatura peruana nunca ha sido el nivel, sino
la manera como los conflictos y las diferencias políticas terminan en el
terreno artístico. Un buen escritor puede ser borrado de un plumazo por pensar
distinto. Muchos de los que ejercen la crítica también escriben. Es casi un
conflicto de intereses.
Me comentabas que estás
escribiendo una trilogía temática, que comienza con Bioy y sigue con La procesión
infinita. ¿Nos puedes hablar de la tercera novela? ¿Ya la estás
escribiendo? ¿Cuál será su temática?
Luego de dos meses felices y llenos de chamba por los dos libros que
estuve presentando en el Perú, he vuelto a escribirla. Siempre que adelanto
algo de lo que voy a escribir, termino escribiendo otra cosa. Soy un escritor
contreras y un poco histérico.
Muchas gracias, Diego.