Revista Libros
El narrador austríaco acaba de publicar La pérdida de la imagen o Por la sierra de Gredos (Alianza), obra fruto de "una fértil decepción" y de la añoranza de una convivencia feliz. El antaño escritor de culto de la izquierda, que en esta entrevista confiesa sentirse a veces el último utopista, hace en su novela un homenaje al vacío del paisaje español.
CECILIA DREYMÜLLER
BABELIA - 11-10-2003
"El escritor debe vivir secretamente, pero hoy todos se han vuelto oficiales: ahora están en Sarajevo y después en Irak, escribiendo para los periódicos"
En la gran mesa de madera en el jardín otoñal de su casa de París, donde Peter Handke (Grieffen, Austria, 1942) escribe, está dispuesto un curioso bodegón de hallazgos de paseos por el bosque y de utensilios de escritura: castañas peladas, avellanas, alguna seta, un bastón cortado a mano, un surtido de rotuladores y lápices -algunos muy gastados-, un cuaderno de anillas. La ambientación de la mesa de trabajo, sin embargo, no está sujeta a ninguna ceremonia sagrada, ya que enseguida desaparece la instalación del culto, para hacer sitio a copas y botellas.
PREGUNTA. Leer La pérdida de la imagen es como leer todos sus libros en uno. Es una verdadera suma de su obra.
RESPUESTA. Le aseguro que no fue ésa la intención. Lo que me interesaba era escribir sobre una mujer, una poderosa banquera, que tiene una profesión en el fondo no aprovechable a nivel literario, menos aún para una epopeya, que era lo que yo tenía en mente. ¿Quién puede hoy ser un héroe? Me tentó la contradicción entre la profesión rara de esa mujer y un amplio movimiento narrativo como sólo me podía haber tentado una gesta medieval. A partir de ahí, todo era posible; en un instante ella pasa de una existencia real y racional a una onírica. De lo público a lo privado, una oposición que me pareció fértil épicamente. Investigué abundantemente, hablé con muchas mujeres, aunque luego omití lo que me contaron. Aun así, todo es real, no realista; en el sentido de que esta mujer podría existir realmente, algo que me parece mucho más importante que el realismo. Y, por otra parte, ella llega a un lugar apartado del mundo, donde se encuentra de repente con personas que conoce de su vida profesional y cotidiana. Es la idea de encontrarse a gente del trabajo, a la que machaco, con la que estoy enemistada en mi vida diaria material, y de pronto todo se desarrolla de forma diferente, porque el sitio, el ritmo del movimiento y también el tiempo son distintos (aunque sea el tiempo de ahora, se convierte en otro). La gente se comporta de otra manera cuando está fuera de su entorno habitual, especialmente al llegar allí por su propio esfuerzo; esto es muy importante, que ellos mismos se hayan puesto en marcha.
P. La cuestión del tiempo es una constante que varía muchísimo a lo largo del libro y parece cada vez más importante en su obra.
R. El tiempo es algo increíblemente excitante. ¿Qué es el tiempo? No lo sé. ¿Cómo se puede manejar el tiempo sin hacer trampa? Es una materia que los seres humanos no usan apropiadamente, es una aventura. Hay que estar alerta, de todos modos, sobre cuándo puede llegar el otro tiempo. Es como una gran bahía en la historia de la humanidad. Una bahía de lo utópico, algo que ha desaparecido por completo de la literatura. Yo me siento, a veces, como el último utopista hoy por hoy -dentro de lo que conozco, seguramente habrá miles-. La utopía se ha convertido en algo extremadamente difícil, en especial en la épica; tal vez en el poema sea aún factible. En parte porque la utopía se confunde fácilmente con la literatura new age o fantasy, con El señor de los anillos y libros por el estilo. ¿Qué se puede hacer cuando mis proyecciones utópicas, que desde el principio están en la obra, se confunden con new age o con una religiosidad indebidamente apropiada?
P. La utopía, sin embargo, se anuncia desde las primeras páginas de La pérdida de la imagen. La banquera encuentra en Hondareda un mundo al revés que es también un mundo mejor.
R. Sí, definitivamente es un mundo mejor. Toda la novela es el resultado de mi decepción fértil y de la añoranza de una convivencia generosa, cuidadosa. Fue una gran alegría para mí proyectar esa gente allí, en esa hondonada gigante, que realmente intentan ser vecinos como uno mejor lo imagina, vecinos cariñosos. Muchas veces, cuando paseo aquí por los bosques, pienso en la gente de Hondareda, como si existieran de verdad, como si formaran una gran comunidad. Y aunque todavía no existe esa comunidad, ya es algo que al menos esté en el libro, si es que realmente ha llegado a ser perceptible con los sentidos y en su ritmo. Si al sueño se le da ritmo con la racionalidad, eso es la escritura. Pero, desde luego, con una cosa así uno sólo puede fracasar. Con todos mis libros he fracasado, fracasado bien, creo, pero con todos, exceptuando las cosas cortas. Ensayo sobre el Jukebox o Ensayo sobre el cansancio o Lucie en el bosque con estas cosas de ahí; en toda su marginalidad, de alguna manera son pequeñas obras maestras. Pero con el resto he fracasado, de manera real. Con mi novela de formación, Carta breve para un largo adiós, todo es quebradizo, no da en el clavo, aunque por otro lado acierta en algo. O La repetición, que escribí en memoria de los hermanos de mi madre. He fracasado en eso también. Todo se queda en fragmentos.
P. Según Faulkner se debe juzgar al novelista por el esplendor de sus fracasos.
R. Bueno, sí, pero tiene que convencer por su ingenuidad, por su añoranza y, naturalmente, también tiene que haber meticulosidad. Además, debe ser un literato de verdad. Un escritor se muestra para mí no tanto en lo que hace, sino en cómo evita la escritura facilona. (Pausa, suspiros) No, nada ha salido bien. (Pausa) Tengo la sensación de que La pérdida de la imagen es una historia tan descabellada (suspiro) que no puede caber en los tiempos que corren. La utopía y el cuento de hadas no es lo que la gente quiere. Kierkegaard ya decía que las personas están desesperadas al no poder salir de la banalidad del día a día, pero ese día a día les ayuda a su vez a disimular su desesperación. Yo, si tuviera que transportar el mundo material, histórico, a una novela decimonónica, o mitificarlo, como hace García Márquez, sería incapaz, me desesperaría, no encontraría ninguna realidad y no tendría ningún lenguaje para ello. Sólo parto de mis investigaciones, que son como un trampolín que me empuja. La realidad histórica, de este modo, se mira desde la distancia, pero vibra, debe vibrar en la narración, algo que se siente en La pérdida de la imagen. Sin la historia contemporánea nunca tendría ese ritmo de desvío, esa plasticidad. Sin los acontecimientos concretos de la historia de los últimos quince años no sería el mismo libro.
P. El personaje del escritor en su novela escribe la historia de la banquera por encargo, y está muy contento con esa condición.
R. Es bueno recibir un encargo. Me parece horroroso la manera en que se comportan hoy los escritores. Todos se han vuelto tan oficiales, se comportan como dignatarios, como cardenales. Eso nunca le debe pasar a un escritor. Constantemente dan entrevistas, ahora están en Irak, después en Sarajevo o en Perú. Están en todas partes y tienen que escribir artículos para los periódicos. Ya no tengo ninguna confianza en esa gente. El escritor debe vivir secretamente. (Risa irónica) Aunque yo también he tenido una época, cuando tenía alrededor de los cuarenta, en la que los amigos me llamaron en broma el escritor nacional austriaco. Durante unos años creí que podía hacer de portavoz para la cartera "Pueblo y escritura". Y llegué a pronunciar discursos, no me avergüenzo de ello. Pensé que debía participar y hacer lo mismo que los escritores internacionales, como Vargas Llosa. No puede ser. El escritor debe ser un niño, un ser confuso, un buscador. No tengo esquemas literarios como Umberto Eco, que los usa, pero no se percibe ningún yo oculto, ningún secreto furtivo, ningún daimon escondido. El daimon es algo extraordinario cuando se convierte en forma, cuando se expresa en la escritura. Sin él la escritura no funciona. Y lo malo es que ahora todos los escritores están obligados a entregar materiales bien elaborados, que se leen bien párrafo por párrafo, sin duda, pero esto no es una lectura. La lectura es un proceso increíblemente misterioso, es una expedición. Los árabes decían de sus místicos que viajaban con sus palabras, eran viajes nocturnos pero completamente iluminados. Y escribir también es un viaje nocturno durante el cual las palabras, las frases y los párrafos producen luz. Y esto se ve muy poco hoy día. Ingeborg Bachmann fue una de las últimas que tenía ese elemento.
P. Su libro defiende una actitud de pregunta, de temblor.
R. Cuando noto eso como lector, entonces tengo confianza. Como en Faulkner que usted citó antes; allí está de manera total y sucede que, durante páginas enteras, sólo se extiende un ritmo y es cuando uno siente que cabalga por los aires. Yo no me atrevo a tanto. Siempre pienso que necesito el amparo de una imagen (risas), una concretización, una piedra, un color, un serbal de cazadores, algo por el estilo tiene que haber. Nunca me atreví, como hizo Faulkner, a dejar sonar por páginas y páginas sólo el viento o la corriente del Misisipí.
P. Sus libros suelen llevar un padrino literario. ¿Por qué eligió para La pérdida de la imagen al Quijote?
R. En realidad, se trata de un acto de agradecimiento hacia el paisaje español. En el Quijote aparecen los paisajes de una manera tan fabulosa y al mismo tiempo tan concreta como raras veces he leído. Y aún hoy, cuando voy por los paisajes españoles y veo una de esas fincas semiderruidas, tengo que acordarme del Quijote. En el fondo, el Quijote no va con mi libro, porque La pérdida de la imagen no tiene nada de irónico, y por eso no hay mucha alusión a la obra de Cervantes en mi libro, pero al final le hago una reverencia y me quito el sombrero que no tengo.