Revista Psicología
Sorprende lo habituados que estamos a atribuir al otro más poder del que le corresponde, y al hacer esto, nos despojamos de nuestra dignidad y la entregamos sin necesidad de que nos la arrebaten.
Me contaba Laura, que había ido a una entrevista de trabajo después de un tiempo en el paro, y como es normal, llegó algo nerviosa:
La sala, pequeña y sin ventilación, hacía difícil no sentirse atrapada. La ropa escogida para la ocasión, menos ligera de lo deseable para un agosto bochornoso, tampoco se lo ponía fácil, pero allí estaba ella, dispuesta a ofrecer la mejor imagen al servicio del ansiado puesto de trabajo.
Laura contestó serenamente a cada pregunta que la gerente le hizo, y escuchó las exigencias que ésta le imponía en cuanto a sus obligaciones en la prestación del servicio, horarios y jornada. Pero nada oyó sobre las condiciones económicas que le ofrecía ni sobre el tipo de contrato ofertado.
Por educación, y como manda el protocolo, esperó pacientemente a que la gerente mencionara algo al respecto, pero no lo hizo; es más, añadió a la extensa lista de exigencias, una última, si cabe más escandalosa: exigía compromiso de permanencia en el puesto durante el año lectivo, a pesar de reconocer estar mal pagado y por tanto considerando seriamente la posibilidad de que pudiera irse cuando encontrara otra oferta mejor remunerada.
Parémonos aquí, ¿quién le hace un favor a quién? Es importante meditar bien la respuesta porque en ella radica la diferencia en cómo nos vamos a tratar a nosotros mismos y en cómo indicaremos al otro que esperamos que nos trate: con respeto o no.
¡Por supuesto que debería irse si encuentra otra oferta más interesante! Eso sería lo digno, lo deseable, lo saludable, pero no es lo habitual.
¿Qué hace que no sea así? La RESIGNACIÓN PASIVA, y atender más “a no quedar mal” ( ¿Con quién? ¿para qué?) que a los propios intereses que nos dignifican, cuando para colmo y paradójicamente, renunciando a ellos mostramos nuestra infravaloración y nos declaramos incompetentes para velar por nosotros. Y entonces nos convertimos en personas serviles y en modo alguno respetables. Perdemos mucho más que dinero. Perdemos la grandeza de merecer.
Afortunadamente, nuestra protagonista se atrevió a preguntar sobre la remuneración y el tipo de contrato, porque no es lo mismo un contrato de obra y servicio, que un contrato por duración determinada, que un contrato indefinido...Cuyas prestaciones son muy distintas. De igual modo hay que preguntar si en el salario ofertado las pagas extras están incluidas (prorrateadas) o bien van aparte (pagas dobles). Porque la diferencia económica es sustancial.
¿Preguntamos para saber a qué nos estamos comprometiendo? ¿Nos creemos con derecho a saber lo que nos ofertan para decidir responsablemente si aceptamos o no, o hacemos como los niños y dejamos que “la autoridad” decida por nosotros?
Volviendo al caso, la historia continúa con una sucesión de excusas y titubeos por parte de la gerente, que incapaz de responder a las preguntas de Laura, descarga la responsabilidad en otros: ”Bueno, yo esto no lo sé...lo llevan en la gestoría”mostrando cierto orgullo ignorante de ese que escuece al verlo.
El activo más importante que una empresa tiene son sus trabajadores. Sin ellos no hay empresa que valga. Siendo esto así, asombra la sumisión con la que nos posicionamos ante quien consideramos “autoridad competente”, sin siquiera pararnos a pensar que en una buena transacción ambas partes se benefician mutuamente.
Laura obtuvo el puesto de trabajo y para su suerte, pudo rechazarlo. Efectivamente otra vacante con mejores condiciones la estaba esperando.