Revista Psicología

Envidia universal

Por Angelesjimenez

Ya he comentado alguna vez que envidiosos somos todos, y el que crea que no lo es, está mal informado o tiene anulada su capacidad de introspección o sencillamente se engaña. La envidia no es desear lo que tiene el otro, este argumento sería de fácil refutación, y seguro que los negacionistas se apoyan en él: si a mí no me gusta para nada el coche nuevo de mi vecino, yo no soy envidioso, que le diera un golpe al salir del garaje es un suceso fortuito, a cualquiera le puede pasar… Podría ser cierto si no fuera porque lo que se le envidia al vecino no es el coche, lo que cuesta soportar es la felicidad que se le atribuye con su flamante coche nuevo. Y ahí estamos todos atravesados por ese afecto estructural del ser humano. Como los celos, pero odiar a un tercero que se interpone en el camino de dos, un hermano, un amante, en condiciones normales no suele ser tan peligroso como una envidia desenfrenada y salvaje, aunque muchas veces ambos afectos caminan de la mano confundidos. Por eso hay que aprender a domesticarla y a identificarla en los otros para protegernos.

Lo importante no es tanto sentir envidia, que ya mencioné antes que es inherente al ser humano, como lo que se hace con ella: si la identificamos con naturalidad, no tendremos la necesidad de abollarle sin querer el coche nuevo al vecino, si acaso nos servirá para ganar el dinero suficiente para comprarnos uno igual o mejor, o seguiremos a nuestras cosas sin acordarnos más del asunto. Si no aprendemos a domesticarla, nos asalvajará, porque la envidia es un afecto muy primitivo, de mentes muy poco elaboradas. Seguro que el vecino ha trabajado mucho para conseguir ese coche nuevo, o el compañero de trabajo ese merecido ascenso, o mi amiga Paqui para tener ese cuerpo escultural. El envidioso es incapaz de valorar el esfuerzo que le ha costado al envidiado lograr lo que parece hacerlo tan feliz.

No debemos caer en sus redes, ni en las del envidioso ni en las del envidiado, porque insisto en que pueden llegar a ser muy peligrosos si nos rayan el coche, le critican al jefe nuestro trabajo o nos tiran por encima de nuestro estupendo vestido blanco una copa llena de vino tinto, por proponer ejemplos básicos. Del envidioso hay que apartarse, no darle cancha, ni exhibirse ni esconderse, pero mantenerlo vigilado. Y si nos descubrimos a nosotros mismos envidiando, pues igual, no darnos cancha, ni tregua y mantenernos vigilados. Crecer, así se nos pasarán las ganas de rajarle las cinco ruedas –incluida la de repuesto– a ese descapotable rojo recién estrenado que a saber cómo habrá comprado la flaca de la vecina que me imagino cómo consiguió que su director la ascendiera a jefe de sección del departamento donde lleva trabajando desde que terminó el máster que se pagó sirviendo copas hasta las tantas para luego estudiar todo el día que ni se le veía el pelo en la calle…

Hay que evitar distraerse en la vigilancia de la propia envidia, porque abandonada a sus anchas suele resultar devastadora en lo personal, y en aspectos que suelen pasar desapercibidos por confundirlos con otras cosas. Es el caso por ejemplo del que no triunfa en sus proyectos personales porque no soporta el triunfo de los demás, que interpreta en el terreno de la competición y así, si no puede ser el mejor, abandona con cualquier excusa por no soportar que otros sean más brillantes que él. Es el caso típico del que no consigue terminar sus estudios o encontrar un trabajo interesante y bien remunerado porque siempre se tropieza con otros mejores, sin darse cuenta de que la única comparación y competición posible es con uno mismo, y que ser capaz de tolerar rodearse de la gente mejor es de lo más enriquecedor.

Otro efecto devastador de esta envidia universal, tan poco tenida en cuenta por aquello de que está mal vista y yo no soy envidioso, es el que en una sociedad con poca cultura, con mala educación, la envidia florece sin control y cuesta identificarla en un ambiente de uniformidad envidiosa. Así se crean sociedades mediocres porque el envidioso no soporta la luz del brillante: la sociedad no progresa, el brillante se deslustra y el envidioso rumia su resentimiento con el mundo anodino y gris que él contribuye a crear. Con esta perspectiva, la queja está servida, y el que se queja no trabaja para superar el motivo de su disgusto porque si no, de qué va a quejarse.


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