Hoy 19 de abril de 2013, aprovechando la soledad en las calles, el poco tránsito de peatones y vehículos por el día feriado, bajé a trotar a la plaza. Siempre que lo hago pienso en Murakami: quien aparte de escribir, también trota. Cómo hará este señor que escribe libros como una panadería hace lo propio con su oferta fundamental.
Iba yo entonces rumbo a la plaza y tomo esta foto. A ella, que al parecer aún duerme plácidamente, yo la conozco, es decir, sé que todas las noches pernocta allí y en tres ocasiones me ha abordado. La primera vez lo hizo así: “Epa catire, píchame algo”. Creo que le di un billete de diez bolívares. Tal vez una semana después, me volvió a pedir y en ese momento recuerdo que le di el único billete que tenía en la billetera, uno de cinco. Ustedes se dirán, bueno, esta mujer te tiene de alcancía. Sucede que duerme a media cuadra de la plaza y está en mi ruta. Qué se le hace.
Su mirada aíslada me habla de sus fracasos y frustraciones a flor de piel o a golpe de párpado. Es una indigente, no cabe duda y aunque esta afirmación esté demás o suene a una vulgar tautología, es una de tantas venezolanas y venezolanos que están en dichas condiciones de miseria. Ella una vez me dijo, “yo pinté eso, soy chavista de corazón. ¿Y tú catire?”, me preguntó. Respuesta: “No, yo no”. Dejó de mirarme y siguió caminando. Esto sucedió cuando le di el billete de cinco.Días después, no recuerdo cuántos, me desayunaba en la panadería cercana a la plaza y entra ella. “Epa catire”, dijo, y me extendió su mano mugrienta. Aclaro que el adjetivo es textualidad pura y no con intenciones peyorativas. “¿Tienes hambre?”, le pregunté. “Sí, burda”, respondió. “Siéntate, acompáñame”. No dijo nada, se engulló todo lo que le pedí. Luego se levantó sin despedirse y desde la puerta del local, levantó su brazo con el puño cerrado y gritó “Libertad”. Me quedé frío, qué quería decir ella con la palabra “libertad”, esperaba tan sólo la palabra “gracias”, pero ella soltó aquello y se hizo silencio en el lugar.
Mientras voy soltando estas líneas, al fondo están las atronadoras cacerolas y un variopinto concierto de Rubén Blades, Maelo, Gran Combo, Mark Anthony y un largo etcétera de intérpretes. Levanto la mirada y en la TV está Diosdado y Nicolás haciendo el juramento. A mí me enseñaron a jurar levantando la mano derecha, porque dicha intención, por encima de cualquier cosa y de los hombres, se le hace a Dios. En fin... Retrocedo al día después del cierre de campaña y en el colectivo que viajaba, iba un numeroso grupo de personas con los ojos de Chávez en la franela. Como es ya una triste costumbre, se monta una mujer a pedir limosna con una bebé de tres meses en sus brazos. Ellos callaron, ninguno le dio ni una moneda, recogieron sus piernas para que ella pasara por el pasillo cortando un silencio lleno de hipocresía. Ellos, que celebraban la patria salvada de las garras del imperialismo y entregada a la supuesta igualdad del socialismo, fueron incapaces de darle ni un bolívar. Ella, con récipe en mano, dijo “¿Nadie?” con tono de verdadero asombro. Le di un puño de monedas de a uno que tenía en el bolsillo, y corriendo el riesgo a que me lincharan, me dirigí al grupo. “¿Ese es el socialismo que tanto defienden, que ni un medio le dieron?”. Tal vez por mi tamaño, por la voz o porque les quité la máscara por un minuto, no dijeron nada, es decir, en mayúscula, NADA. Sentí que el corazón se me salía del pecho porque sé del riesgo que corrí.
Yo voté, ejercí mi derecho. Dos cosas me movieron a hacerlo: la primera, votar por un cambio, por un grupo de hombres decididos y cuyo discurso no ha sido el de la violencia (aunque el bando contrario invente tramoyas para decir lo contrario); y la segunda, no escuchar más la cancioncita del CNE, esa que decía “Soooy, la lucha de esta tierra mía, sooooy”, comparable en saturación sólo con “Mi limón, mi limonero...”, utilizado por Lavansan a principios de los noventa.
Iba al último párrafo pero escucho que alguien se sube gritando “Maduro... Maduro”. Alzo nuevamente la mirada y claro que la cámara ya estaba enfocando el techo y las afueras del Congreso (la mayúscula va con ironía). Ya el micrófono no tenía audio: aquí son expertos en quitarle el sonido a los diputados que piensan distinto, a los espontáneos, y claro, arrojarles el aparato como si fuera un pelota de beisbol a un venezolano que discrepa en opinión. Luego vino esta frase que retumbó con desespero: “Ha fallado la seguridad. Han podido darme un tiro aquí”.
Pero bueno. Horas después, ya descansado, pulcro y oloroso (la ducha caliente me dejó anestesiado), bajo a comprar almuerzo. Hoy no quería cocinar. Me dirijo hacia el Mundo del pollo (valga la cuña), y paso nuevamente por la plaza. Ya estaba un grupo numeroso de franelas rojas prestos a dirigirse al magno evento. Les paso por al lado, para escuchar, para ver, para tratar de entender. Un hombre me grita “Compañero, vamos pa’ Llaguno” y me extiende una gorra la cual rechazo. Reacción del personaje “Ay, aquí va un escuálido apátrida” y empieza la burla y el casi amedrentamiento si no es porque Ella, la indigente, interviene y dice “Respeten, este catire es depinga, respeten”. Cual borregos todos obedecieron y yo seguí a por un pollo con ensalada y hallaquitas, y ellos, a por la banda presidencial.
Reflexión: increíble que una indigente pudo en una frase mediar en una situación más que tensa, y este gobierno, no haya podido reconciliarnos a todos en más de una década.