Revista Salud y Bienestar

Epílogo

Por Saludyotrascosasdecomer

Sin buscarlo, a la gente no le extrañó su ausencia porque tenía por costumbre desaparecer durante semanas y regresar después sin decir una palabra de dónde había estado, un pescador encontró el cuerpo de Capote tendido boca abajo en una playa inaccesible por tierra, a unos tres kilómetros del pueblo. Las mareas jugaban con el pelo y con la ropa hecha jirones desde hacía días. La policía se encargó de trasladar el cadáver al hospital. El médico forense confirmó la identidad, así como la causa y la fecha probable de la muerte.
A la salida de la iglesia, una mujer de unos sesenta años, con el pelo blanco recogido en un moño en lo alto de la cabeza y vestida totalmente de negro permanecía de pie recibiendo el pésame de los vecinos. Te acercaste, saludaste y ella te dijo que era la hermana de Capote. Vivía en la capital. A mi casa venía cuando el pueblo le ahogaba. Alguna vez habló de usted. Y alguna vez bien, te dijo. Es curioso, recordabas la respuesta de Capote cuando una vez le preguntaste si tenía familia: ¿Familia? Mi única familia son los otros dos del tresillo. Germán quería que parte de sus cenizas quedaran aquí, prosiguió la mujer. Yo debo tomar el tren de las tres y diez y no me dará tiempo. No conozco a nadie en el pueblo ¿A usted le importaría?
La mañana es fría pero el mar está en calma. El trayecto del puerto a la playa dura quince minutos. Javier, Leo y tú permanecéis en silencio. A los pies de los acantilados que recortan el cielo a puñaladas, presa aún de las sombras, se extiende una playa de arena oscura y guijarros lamidos por las olas. Javier detiene el motor y dice aquí fue. El mar mece la barca a su antojo. Leo pone su mano en tu hombro.
Las cenizas se depositan en la superficie de un mar del mismo color. Lentamente la corriente va acercándolas a la playa.

Epílogo


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