Revista Cultura y Ocio
A Emilio le gustaba moverse en dos ruedas, desde siempre, manteniendo el equilibrio. Sí, su vida había sido un constante tratar de mantener el equilibrio, quizá para compensar el desequilibrio inestable en que se malmantenía su casa. A su madre le costaba equilibrarse, había que ingeniárselas para intentar que por lo menos se sujetara en sus dos piernas de forma autónoma, había que apuntalarla continuamente. Así consiguió tenerlos a todos de bastón para no tener que esforzarse ni en eso, en mantenerse erguida por sus propios pies. Si la dejaban, se quedaba a vegetar en la cama todo el día, pero a costa de que cada uno estuviera convenientemente informado de lo que sufría por culpa de lo poco que la entendía su familia, de lo poco que entendían su dolor, que por otra parte nunca explicó. Sufridora víctima de sí misma que extendió lo que le permitieron.Emilio se subió a un dos ruedas en cuanto se lo pudo costear y se fue a vivir a otra ciudad, tratando de equilibrar tanto desequilibrio. Pronto conoció a Luisa, su amada Luisa, con la que estableció una tortuosa relación del hoy sí, mañana no, y pasado nos reconciliamos apasionadamente porque lo nuestro es amor verdadero, ese que te hará sufrir –el otro es amor de segunda clase–. Así fueron tejiendo una relación desquiciada que incluso a Emilio, hecho a los malabarismos psicológicos, le costaba estabilizar mínimamente para poder llevar una vida algo organizada. Hasta que un día la vio, fue como una revelación, se le mostró brillante, reluciente al sol que despuntaba la primavera. Sugería alegrías sin lastres emocionales, seducía sin tapujos, segura de sí misma. Invitaba a dejarse transportar a cualquier parte, qué más daba, los caminos de la libertad son infinitos, era cuestión de tomar uno y echarse a andar. Lo decidió enseguida, sin dudas, y se fue a por ella.Entró en la tienda y salió estrenando la reluciente Harley Davidson de sus sueños. Se marchó haciendo equilibrios nuevamente hacia la siguiente ciudad.Su madre nunca le perdonó tanta infidelidad.
Para CarlosTexto: Ángeles Jiménez