
El cuento número trece fue uno de esos libros que llegaron a mí sin referencia alguna. Supongo que, como tantas otras veces, andaría por la librería echando un vistazo y algo de él me llamaría la atención lo suficiente como para que se viniera a casa conmigo. Su lectura me conquistó totalmente y lo cierto es que no había vuelto a pensar en él hasta que a principios de año vi el nombre de su autora en el boletín de novedades de Lumen, no me hizo falta leer nada más porque desde el principio supe que leería esa novela. Hoy os hablo de Érase una vez la taberna Swan.
Mi opinión
La noche del solsticio de invierno en Radcot, una pequeña población junto al Támesis, todos beben en la taberna Swan, famosa por la calidad de sus narradores de historias, tras finalizar un día más de duro trabajo cuando, de repente, la puerta se abre y un hombre malherido y empapado irrumpe en la estancia con lo que parece ser una marioneta en sus brazos. Tras perder el conocimiento se descubre que lo que porta encima es en realidad el cadáver de una niña pequeña que, ante el asombro de la enfermera a la que han llamado inmediatamente, revive de forma inexplicable.
Tras esta impactante presentación la novela deriva hacia tres subtramas aparentemente inconexas en las que el lector se sumerge con tanto desconcierto como curiosidad: Robert Armstrong, un próspero granjero mulato con problemas con el díscolo de su hijo mayor; los Vaughan, un acaudalado matrimonio a cuya hija secuestraron hace un tiempo; y Lily White, una solitaria mujer que se encarga de la limpieza de la casa parroquial. Nada parecen tener en común ¿o sí? Poco a poco el lector irá conociendo sus vidas y atisbando qué es lo que les une, precisamente lo mismo que quizá podría separarlos, pero que contrariamente estrecha los lazos entre unos personajes que son esencialmente buenos, ganándose todos ellos el cariño de un lector que, sin apenas darse cuenta, se ha sumergido en esta lectura pausada y llena de magia. Una lectura profundamente descriptiva en la que el truco está en dejarse mecer por su cadencia cual si fluyéramos por sus páginas al igual que lo haríamos por el Támesis.
El folclore más enigmático tiene su hueco en una novela que incluye entre sus personajes a Silencioso, un barquero fantasmal encargado de que aquellos que navegan el río lleguen a su destino, aunque éste sea el de no retornar con vida. Son elementos como éste, y muchos otros, los que hacen que esta novela, con su lento fluir, deba tomarse con el tiempo y el ánimo pausado pues, aunque el misterio está servido desde las primeras páginas, Diane Setterfield no tiene prisa por llegar a destino e incluso juega a despistar al lector con esa parte inicial en la que no sabemos muy bien hacia dónde nos dirigimos. Futuro lector, mi consejo es que te dejes llevar por la magia que desprende la novela y la belleza de una prosa que tan magistralmente nos traslada a los escenarios y, de forma muy especial, al interior de sus personajes para así, llegado el final, dejarse conmover por una explosión de emociones.
Érase una vez la taberna Swan es sin duda un canto al Támesis. Él es el centro de la atmósfera de toda la novela y él controla las vidas de sus personajes, a veces tranquilo, otras agitado; unas veces dando vida y otras impartiendo muerte, se erige como hilo conductor de una lectura que nos habla principalmente de pérdidas y ausencias, de aquellos que se fueron, pero que siguen a nuestro lado para siempre porque viven en nosotros y es por ello, en muchos momentos, una lectura dolorosa y profundamente emotiva y conmovedora.
No es Érase una vez la taberna Swan una novela para recomendar a cualquiera pues su ritmo y su esencia requieren el gusto por las lecturas descriptivas y emotivas, pero creedme, este viaje por el Támesis merece mucho la pena, si os animáis a emprenderlo simplemente dejaos llevar, saboread la lectura página a página, porque cuando queráis daros cuenta estaréis tan dentro de la novela que no querréis llegar al final.
