Ella ya está inmunizada de por vida. Pero no del "bicho" ese del Covid-19. De otro "bicho". En este caso de uno de 120 kilos. Todo un jabalí, que se le cruzó a la hermana de Mey, de noche, en plena autovía de Málaga, hace pocos días. Chocó con él de frente sin tiempo para reaccionar ni frenar. Le saltaron todos los airbags. Y salvar el pellejo a esa velocidad y en esas circunstancias, debe generar una inmunidad "de la leche". Por mucho que el coche sea "siniestro total". Porque algo así seguro que no se repite dos veces. Sin embargo, estas cosas pasan. Tuve un profesor en la universidad, que quedó cojo para siempre al caerle encima un suicida que se tiró desde lo alto de un edificio. Uno podría pensar que son casos de mala suerte. O de buena suerte. ¿Quién sabe? Porque si sales de una de ésas, es como si volvieras a nacer. La vida te regala una segunda oportunidad y la capacidad de apreciar lo fina que es la línea entre vivir y morir, de valorar las cosas que de verdad importan, que en realidad son muy pocas.
Hoy, parece que la "mala suerte" la ha traído el año 2020, con el dichoso "coronavirus". Pero la gran peculiaridad de este "bichito", en realidad, es tan sólo que es muy contagioso. Sólo y exclusivamente eso. Sus cifras de letalidad, como ya coinciden todos, están a años-luz de las de otras muchísimas enfermedades, a las que ni hacemos caso en nuestro "día a día". Pero como se extiende con esa rapidez, es como si estadísticamente todos tuviéramos todas las papeletas para que nos toque la lotería de la enfermedad, de la desgracia, o incluso de la muerte, en el peor de los casos. Es como si la mala suerte se generalizase. Porque chocar con un jabalí, o que te caiga un suicida, te puede pasar una vez entre un millón. Pero lo del coronavirus lo tienes a un palmo de ti. Son muchas las posibilidades de cogerlo, según dicen. Y te obliga inexorablemente a plantearte cosas a las que nos enseñan a darle la espalda desde pequeñitos, ante su improbabilidad o supuesta lejanía en el tiempo. Pero aparte de esa capacidad de contagio que podría generar un problema de colapso hospitalario, ¿cuál es en realidad la razón por la que desde hace 10 meses estamos enganchados las 24 horas del día a esta única realidad del Covid-19, como si no existiera nada más? El motivo es simple y llanamente que nos ha zarandeado en nuestra vulnerabilidad. Nos ha recordado nuestra esencia, que es limitada y finita. Y nos resistimos con todas nuestras fuerzas, entrando en la paranoia de cómo evitarlo: mascarilla, gel hidroalcohólico, distancia social, cierre perimetral, toque de queda...Toda una batería de decisiones incoherentes, para evitar tan sólo una de las miles de amenazas que nos podrían acechar. Es como si para evitar que te caiga encima un suicida, fuéramos siempre andando por la calle mirando hacia el cielo: podremos caer entonces en una zanja o que nos atropelle un coche. O como si para evitar al jabalí, fueras mirando a los lados de la carretera cuando conduces, olvidando lo que tienes delante. Pues eso es exactamente lo que estamos haciendo: olvidar atender otras facetas cruciales de nuestra vida, por miedo a uno de los muchísimos teóricos peligros que nos rodean. Luchar contra una enfermedad a base de crear una sociedad enferma. Menudo negocio estamos haciendo.
Festival de YeePeng (John Shedrick)
Pero junto a esto, este virus ha traído otro efecto inesperado. Está obligando a cada persona a posicionarse respecto a su equilibrio como ser humano. Nos está obligando a gestionar, o a que se manifiesten con toda su crudeza en nosotros nuestras inseguridades, nuestras obsesiones, nuestras limitaciones. Y eso está trayendo un desolador panorama de miedo, frustración y desconcierto, como nunca habíamos presenciado. Algunas personas muy cercanas y queridas parecen haber sido abducidas por lo que dice el Boletín Oficial del Estado. Como si ésa fuera LA VERDAD. Como si lo justo y lo legal coincidieran. Como si tuviéramos todos y cada uno de nosotros que ser guardianes que velan por una versión "oficial" que nos acaba fagocitando, alienando y trastornando. Una versión que, a base de alarmas y alertas, parece que nos sitúa al borde del fin de los tiempos. Una versión que es aireada por la prensa y la televisión, cada minuto que pasa, recreándose en cada enfermo, en cada drama. Estaríamos ya todos de manicomio si se hiciera lo mismo con los dramas del cáncer, de las enfermedades cardiovasculares o del ébola. Nadie aguantaría una presión así y tan continua en el tiempo. Una versión, por cierto, que olvida deliberadamente hablar del fortalecimiento del sistema inmunitario, de la gestión emocional, del poder de la ilusión, del valor de la voluntad o de la importancia de la alimentación. Una versión que impone el cierre de aquel proyecto por el que te has sacrificado toda tu vida, que te aleja de tus seres más queridos, y lo que es peor: que te sitúa como una gran amenaza para ellos. Una versión que no sólo busca separarnos y distanciarnos en aquello que debería ser el centro de nuestras vidas, la relación con los otros, sino que incluso trata ya de imponerte el silencio sumiso en lugares públicos. Una versión oficial que habla de "lucha contra el virus", olvidando que nuestro cuerpo está compuesto por miles de bacterias y virus, y que lógicamente son parte de nuestra vida. Olvidando que no hay una batalla frente a algo que nos invade desde fuera, sino que somos nosotros los que, desde dentro, podemos y debemos reforzarnos física y mentalmente. Olvidando también que no hay barrera, distancia ni mascarilla que nos pueda aislar de todos los desafíos que se podrían cernir sobre nosotros. Una versión de "vencedores y vencidos" en esta "batalla", que nos martillea con el miedo a la muerte, como si la muerte no fuera consustancial a la vida, igual que sucede con los bosques, que florecen y se desarrollan gracias a los millones de árboles que mueren y se descomponen cada día. Y por desgracia, una versión oficial que, con sus decisiones, copiadas casi milimétricamente de país a país, está creando un descomunal problema de enfermedad mental, desempleo y colapso económico. Consecuencias mucho peores que las que se supone que pretende resolver. Sinceramente, a estas alturas, me importa "un pimiento" que todo esto esté orquestado por una mente maléfica que esté moviendo los hilos, o que sea consecuencia de las ineptitudes y la falta de criterio de las autoridades y de una buena parte de los "expertos" científicos y médicos, de los que no dudo de su buena fe. El resultado es el mismo. Y los perjudicados andan "a la gresca" buscando explicaciones, culpables, cuando no convirtiéndose en la "guardia pretoriana" de tales decisiones. Más aún cuando, a fin de cuentas, todos acabamos estando en el mismo barco.Muchas de las medidas que nos están imponiendo están pensadas para contener la pandemia, en esa teórica feroz contienda. Pero aunque no digo que no haya que tomar decisiones, es preciso hacerlo desde nuestra limitada condición. Porque de lo contrario estaremos incurriendo en una incoherencia permanente, pensando que se pueden poner vallas a un campo que resulta infinito. Y así acabaremos dedicando nuestras energías a culpar a la sociedad o a los jóvenes de ser unos irresponsables, de reunirse, de abrazarse, o de quedar a tomar algo. A cerrar perímetros de provincias o regiones, para que, como pollos industriales, estemos donde se nos quiere y cuando se nos quiere que estemos. Porque eso sí: que no se deje de trabajar para el sistema. Que sigamos produciendo y consumiendo. Porque ese parece ser nuestro valor como seres humanos. Quizás porque no nos hemos dado cuenta de que el virus es más listo de lo que parece. Por eso, ir a trabajar cada día a 40 kilómetros de casa se cataloga de "necesario" y merece salvoconducto (por mucho que sí se pueda teletrabajar), mientras que viajar para evadirte o para abrazar a un familiar al que no ves desde marzo resulta un "desplazamiento innecesario" que merece multa. Por eso Mey sí puede dar clases a un grupo de 15 o 25 alumnos encerrados en una diminuta aula, pero no podemos reunirnos más de 6 familiares en nuestra propia casa. Por eso debo jugar al pádel o correr con mascarilla, pero si estoy de cervezas con los amigos en una terraza, el virus huye despavorido. ¿A nadie le "chirría, de verdad, cómo estamos dejando que la coartada del virus permita, quizás bienintencionadamente, que las autoridades se entrometan en nuestra intimidad, decidiendo cuándo un desplazamiento es o no innecesario, u obligándonos a dar explicaciones sobre si alguien es o no nuestro conviviente, o si debemos sentarnos en uno u otro asiento de nuestro propio coche según por dónde circulemos? A base de tanta incoherencia, por el camino, muchos se ven ya subyugados y despojados de los derechos y la esencia que hace que valga la pena vivir. Por eso tanta tristeza. Tanta desolación. Tanta locura reprimida. Porque la coherencia del ser humano implica que nuestros pensamientos, nuestras palabras y nuestras acciones estén alineadas. Y ahora mismo andan "a guantazos" con tanta norma o recomendación, con tantas restricciones, con tantas versiones de la verdad, y con tanto miedo. Ese miedo del que nos hablaba una gran amiga hace unos días, y que la ha llevado a la lucha interna de acatar unas medidas en las que no cree, aislándose ella y dos de sus hijos a raíz de sus positivos en Covid en una planta de su casa, y su marido y su otra hija en otra, pero que tras varias semanas ya, y a pesar de ello, ha sido repudiada sutilmente por su familia y por sus alumnos de las clases que imparte.
Festival de YeePeng (John Shedrick)
Estoy convencido que a estas alturas del post, ya más de uno habrá decidido dejar de seguir leyendo, pensando que somos unos "negacionistas". Allá ellos. La verdadera paradoja de todo esto es que casi toda nuestra especie humana, al unísono, parece haber decidido negarse a pensar y a cuestionar el sentido y la coherencia de todo este teatro que hemos montado. Negarse a vivir la vida por el miedo a enfermar. Ese sí que es el peor "negacionismo" que existe. Cuando a lo que debería llamarnos esta pandemia es a vivir cada instante con la plenitud de saber que podría ser el último. Y sin embargo andamos "racaneando" absurdamente momentos irrepetibles a nosotros mismos y a los demás.Creemos que no es malo practicar un escepticismo saludable, huyendo de la arrogancia de creerse en posesión de la verdad. Y es bueno hacerlo porque cuando hay tanta gente sufriendo, tanta gente desconcertada en una permanente incoherencia cotidiana, y tanta gente al borde del precipicio mental, emocional y físico, es que algo no va bien, por no decir que va rematadamente mal. O no estamos haciendo bien los deberes como especie, o no estamos aprendiendo lo que deberíamos aprender de todo este proceso. Y básicamente habría que aprender a ser feliz, a disfrutar de paz interior, y a centrar nuestra vida en el amor. ¿Y qué significan esas tres cosas? Muy sencillo. Dicen que ser feliz implica 0% de sufrimiento. Que gozar de paz interior significa 0% de reactividad. Y que basar la vida en el amor significa 0% de lucha y 0% de conflicto. Así que cuando observamos estos días tanto sufrimiento, tanta reactividad, tanta lucha y tanto conflicto, ése es el mejor indicador de que muchos están suspendiendo la asignatura de lo que hemos venido a aprender a este mundo.
Escuchábamos hace unos días una conferencia muy interesante en la que se decía que realmente no existen problemas, sino procesos en los que nos resistimos a tener una actitud acorde con los cambios que esos procesos nos invitan a hacer. Que esa actitud es una decisión que nadie puede arrebatarnos, ya que depende sólo y exclusivamente de nuestra voluntad, pase lo que pase fuera de nosotros, caigan los "chuzos de punta" que caigan, como parece estar pasando en nuestra realidad actual. Y que realmente el sufrimiento derivado de esos problemas es absolutamente inútil, ya que ese sufrimiento interno no va a cambiar la realidad que existe fuera. Ojalá con tanta preocupación, con tanta ansiedad, o con tanta locura colectiva como estamos presenciando estos días, la cosa pudiese mejorar. Pero no. El sufrimiento es absolutamente inútil para cambiar la realidad. Ahora sí, el sufrimiento tiene una función crucial: ser el mejor motor de cambio en nosotros. De los sufrimientos más extremos y prolongados surgen las revoluciones internas más regeneradoras. Quién sabe si el Universo, con todas sus leyes y principios, genera situaciones para que, por fin, demos ese paso que necesitamos dar. Quién sabe si a base de incumplir tales principios universales y de armonía con nuestro entorno, con nuestros congéneres y con nosotros mismos, nos toca asumir las consecuencias de tales rupturas con esos principios, y necesitemos darnos cuenta que debemos volver al cauce que nunca debimos abandonar. Todo dependerá de lo mal que vayan las cosas, y si el sufrimiento que nos genera todo esto es lo suficientemente grande como para conseguir que nos movilicemos por dentro. A veces necesitamos toparnos con una situación tan traumática como la colisión con un jabalí, un suicida en caída libre o un coronavirus calibre 19, para que salgamos del conformismo y la vida de rebaño, y se produzca una catarsis de arriba a abajo, por mucho que toque sufrir en el camino. Eso es precisamente lo que se celebran cada año en Tailandia con los festivales Loy Krathong y Yi Peng para festejar la llegada de un nuevo ciclo de vida y dejar atrás lo negativo de cada uno, lanzándose al cielo linternas de papel incandescente, o al río pequeñas balsas hechas de hojas de plátano, incienso y velas, como símbolos de echar con ellas los malos espíritus y las malas vibraciones para que así el viento o el agua se los lleve.
El mundo no es más que un reflejo de todos los desórdenes y conflictos internos que tenemos dentro cada uno de nosotros, de nuestros egoísmos y de nuestras rupturas. Por eso esto no va de cambiar el mundo. No va de que alguien nos solucione lo que está pasando. Va de SER EL CAMBIO que necesita el mundo. Va de algo que sí que podemos hacer cada uno de nosotros: DESPERTAR.
Festival de Loy Krathong en Tailandia (foto de John Shedrick)
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