Revista Filosofía

Erasmo, el primer pensador europeísta

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
(Publicado en El Correo de Burgos el 9-VI-2009)
No es éste en el que estamos ocupados con las elecciones al Parlamento europeo un mal momento para evocar la figura del casi olvidado Erasmo de Rotterdam, al cual Stefan Zweig, precisamente uno de los intelectuales europeos más prominentes del siglo XX, considera como “el primero de los escritores y creadores de Occidente consciente de ser europeo”.
Nació Erasmo en 1469 (murió en 1536), en un siglo en el que se gestaron las grandes transformaciones sociales y religiosas que conocemos como Renacimiento y Reforma, y del que Ortega decía: “El siglo XV es el más complicado y enigmático de toda la historia europea hasta el día. Y no por casualidad ni por extrínsecos motivos, sino precisamente porque es el siglo de la crisis histórica”. Las grandes crisis históricas (y atención: hoy atravesamos una de ellas, y de proporciones equivalentes, aunque de dirección contrapuesta a la de entonces) se producen cuando el modo de estar en el mundo que hasta entonces había prevalecido empieza a decaer y otro diferente pretende sustituirle. Quienes aún conservan la cosmovisión propia del mundo que declina sienten el vértigo ante el vacío que se abre frente a ellos al ver cómo las creencias que venían sustentándolos se van resquebrajando y perdiendo vigencia. Los que, por el contrario, toman partido por las ideas y creencias emergentes, sienten que se liberan de las cadenas de un modo de ser que ha fracasado, y despiertan su entusiasmo a la vista de todas las prometedoras innovaciones que se anuncian. “¡Dios inmortal! ¡Qué siglo veo comenzar! –exclamaba el mismo Erasmo al alborear el XVI– ¡Quién pudiera volver a ser joven!”.
La revolución que traían los nuevos tiempos que transcurrían entre el siglo XV y el XVI fue la del humanismo, del cual Erasmo de Rotterdam fue su principal mentor. Durante la Edad Media había predominado un modo de entender las cosas según el cual el individuo no tenía nada que aportar a su propio destino. Todo lo decisivo en su vida le trascendía, todo se lo encontraba dado, desde el trabajo hasta el matrimonio, pasando por lo que era inevitable pensar o creer; la vida misma no tenía otra función que la de servir de medio de transición hacia la del más allá, que era la que realmente importaba. El humanismo supuso un cambio total de esta manera mirar el mundo, al depositar en el individuo mismo la responsabilidad de su vida, abriendo así las compuertas de sus deseos y preferencias, hasta entonces obturadas.
La verdad suele escoger para expresarse los desconcertantes cauces de la paradoja. Pero los hombres tendemos a negarnos a realizar el esfuerzo de conjugar unas razones con sus contrarias, y, convencidos de que esa verdad a la que aspiramos habita en sólo uno de los polos de esa paradoja, solemos deslizarnos, obcecados por tal sesgo, hacia el fanatismo, que es, precisamente, la elevación de una verdad parcial a la categoría de absoluta. La modernidad, que fue la encargada de servir de cauce a esa imprescindible verdad parcial de que el individuo es el dueño de sus destinos, ha acabado desembocando en la patética exageración que hoy supone la posmodernidad, la cual da pábulo a la idea de que la realidad no es más que una mera prolongación de nuestro ser individual, de nuestra naturaleza, sin nada que trascienda de uno mismo, sin nada en la propia circunstancia que limite, o al menos deba limitar, los juicios, presupuestos, decisiones o trayectos a recorrer que cada uno elabora. La posmodernidad, espoleada por el nietzscheano “Dios ha muerto”, ha colocado en su frontispicio aquella reflexión de Iván Karamazov, el personaje de la novela de Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido”.
Erasmo vislumbraba los peligros que conlleva el fanatismo. Por eso fue un moderado defensor de las ideas humanistas que siempre buscó la conciliación entre los representantes del mundo que declinaba, el Papa, el Emperador Carlos V, los reyes –los que, en suma, avalaban el modo de mirar que apuntaba a lo supraindividual–, y esa fuerza arrolladora y tumultuosa que fue Martín Lutero, un monje agustino (como, por otro lado lo fue, con menos entusiasmo, el propio Erasmo) que llevó a su exacerbación el apotegma de San Agustín de que “en el interior del hombre habita la verdad”. Consiguientemente, preludiando al mismísimo Karamazov, llegó Lutero a afirmar: “El cristiano es un hombre libre, dueño de todas las cosas, no se halla sometido a nadie”. Y es que, para él, la relación de Dios y el cristiano se establecía directamente y de modo individual, sin que hubiera ninguna instancia mediadora entre ambos: el individuo se disolvía en Dios y viceversa, lo cual permite entender su doctrina de la predestinación, aparentemente contradictoria con esa vocación por la insumisión. Las dos potencias enfrentadas que Erasmo trataba de conciliar tendían, sin embargo, al fanatismo, cada una de ellas portando uno de los extremos de la verdad paradójica, esa que en nuestro tiempo Ortega formuló al decir: “yo soy yo y mi circunstancia”. Es decir: yo no soy sólo yo, tal y como se venía a sostener desde la verdad parcial que Lutero representaba; ni yo soy sólo mi circunstancia, esto es, lo que me excede y trasciende: la otra verdad parcial que, por su parte, y recogiendo los vestigios de la cosmovisión medieval, representaban entonces el Papa y el Emperador.
Los fanáticos, al fin, triunfaron frente a la moderación erasmista. Lutero, furioso, se preguntaba, para escándalo del conciliador Erasmo: “¿Por qué no atacamos (…) a toda la horda de la Sodoma romana con todas las armas de que disponemos y nos lavamos las manos en su sangre?”. El Papa, por su parte, excomulgó al fraile agustino, cerrando así el paso a la autocrítica de una Iglesia corrompida. La Cristiandad, que así se llamaba entonces Europa, quedó escindida. Enfrentadas a muerte ambas verdades parciales, sembraron de cadáveres los campos europeos.
Hoy, como ha quedado dicho, vivimos otra gran crisis histórica. Por supuesto, la inflación del yo que supuso la modernidad (de la cual la filosofía idealista ha sido su expresión más acabada) produjo frutos fecundísimos, que eclosionaron al desplegarse las enormes potencialidades que guardaban el deseo y la imaginación hasta entonces anulados. Los grandes descubrimientos geográficos, el imparable desarrollo de las ciencias naturales, el arte inabarcable que ha surgido desde el Renacimiento, los derechos humanos, la implantación de la democracia… son algunos de esos frutos. Pero esa inflación del yo ha alcanzado su tope, y hoy ya están a la vista sus insuficiencias, por ejemplo, la que quedó expuesta en el intento, de varias formas reiterado, de suplantar la realidad con insensatas utopías que, inseminadas en la sobredimensionada imaginación de los hombres, han desdeñado todos los límites y han hecho correr, sobretodo en el siglo XX, ríos de sangre. O también, el sentimiento de vacío que inunda las vidas de unos individuos que, encerrados en sí mismos, están a falta de claves para referir sus vidas a algo que les trascienda y que convierta aquéllas en una tarea, en un quehacer que aporte a su transcurrir el necesario sentido.
Asimismo, y como en tiempos de Erasmo, esa crisis histórica que vivimos en Occidente tiene una proyección política que también corre el peligro de deslizarse hacia fanáticas posiciones sectarias, las que tradicionalmente han buscado acomodo en los maximalismos que se abrían tanto hacia la derecha como hacia la izquierda, dando lugar a lo que Ortega llamaba “una vida política subjetivamente falsa, que está estafándose –lo mismo por la derecha que por la izquierda”. Si fuera cierto que la verdad tiene forma de paradoja, que, en el contexto de lo dicho, debe, por tanto, complementar la parte que resalta el valor de lo que trasciende al individuo (y que fundamentó la cosmovisión medieval) con la que confirma el valor de lo que le pertenece y atañe específicamente como tal individuo (visión que aportaron el Renacimiento, la Reforma y la modernidad, y que ha llevado a su delirante extremo la posmodernidad), es decir, si fuera cierto que “yo soy yo y mi circunstancia”, lo que en el ámbito político procede hacer es adoptar la posición erasmista de conciliación entre opuestos y moderación. O por denominarlo de una forma que ha conseguido ya asomar en nuestro contexto social: la política adecuada será la que adopte el paradójico principio de la transversalidad.
Javier Martínez Gracia, miembro de UPyD de Burgos

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