En los años 70, bastaban 50 horas semanales para clasificar a alguien como enganchado, pero ahora se incide más en el reparto problemático del tiempo.
Unos años antes de comprar Twitter, Elon Musk ya había avisado que trabajar para él (como los empleados de Tesla) no era el paraíso. Había sitios mejores, pero añadió: “Nadie cambia el mundo trabajando 40 horas semanales”. Según Musk, cuando uno ama lo que hace, no está trabajando. Ergo, puede hacerlo sin descansar, todas las horas del día y hasta sin cobrar. Esta mezcla de hacerte creer un privilegiado (por amar lo que haces) y un elegido (por cambiar el mundo) es una trampa mortal para quien necesite la validación externa. El nuevo estajanovismo tiene una dimensión espiritual y también otra de performance y espectáculo, mucho menos peligrosa, porque solo es una puesta en escena.
Una cultura corporativa tóxica es un buen caldo de cultivo para los adictos al trabajo, pero no es suficiente. “La idea básica es que el workaholic es quien trabaja muchas más horas de las esperadas, pero la adición al trabajo es más compleja, y la diferencia a veces la marca quien le coloca la etiqueta de adicto al otro”, explica Michael P. Leiter, psicólogo experto en relaciones laborales y profesor en Acadia University en Nova Scotia, Canadá.
Leiter, que lleva más de 30 años estudiando el asunto, dice que los compañeros pueden etiquetar como workaholic(contracción en inglés de trabajo y alcohólico) a un colega que trabaja tantas horas que los acaba dejando en mal lugar ante el jefe. “Alguien puede llamar workaholic a su pareja porque en lugar de dedicar tiempo a la casa y los niños, prefiere trabajar a destajo. Hay personas que se etiquetan a sí mismas como workaholics para alardear —desde la falsa humildad— de lo imprescindibles que son en su empresa”, señala Leiter vía email.
Curiosamente, las horas que hay que currar para clasificar como adicto han ido en franco crecimiento en las últimas décadas. En la primera definición de 1971, trabajar más de 50 horas semanales suponía un alto riesgo de adicción. En las revisiones posteriores, los investigadores reconocieron que era muy fácil superar ese umbral en el mercado laboral actual, así que en las nuevas descripciones del concepto se abstuvieron de delimitar un número concreto de horas. Calificaron a los workaholics como “aquellos que invierten más tiempo y energía en el trabajo de lo que se les requiere” (según las investigaciones de 1980).
En las descripciones modernas, la actitud hacia el trabajo manda sobre el tiempo. Las definiciones contemporáneas hablan de un patrón obsesivo de alta inversión vital en el trabajo, con largas jornadas laborales más allá de cualquier expectativa.
El profesor Leiter confirma que no hay número de horas que marque un umbral de riesgo. “Todo depende del contexto, que puede ser muy variable. Por ejemplo, una persona joven con pocas responsabilidades familiares puede dedicar muchas horas a aprender una nueva profesión y consolidar su carrera. Alguien que empieza una nueva empresa, por ejemplo, un restaurante tiene que trabajar muchas horas para establecerse. Pero si alguien con un futuro profesional garantizado y unas jornadas laborales bien establecidas sigue trabajando muchísimas horas, entonces hay que preguntarse cuál es la verdadera motivación”, razona.
17 años sin coger vacaciones
María Méndez vive en Nueva York. Trabaja como agente de viajes, encargada de turismo y entretenimiento corporativo. Durante años, su misión era organizar el ocio de los altos ejecutivos del BBVA y del Banco Santander. También se encargaba de la logística de las giras de Beyoncé. Empezó a trabajar a los 23 años, y pasó 17 sin coger vacaciones.
Por el camino tuvo cuatro hijas que han cuidado su madre y su marido. Sus bajas de maternidad duraron tres días. “Dormía con el móvil en la cama. Trabajaba 24 horas todos los días. Cuando viajaba, no salía de la habitación del hotel, me quedaba frente al ordenador, no conozco el mundo y he estado en todas partes”, cuenta por teléfono con la voz entrecortada mientras camina en una cinta en un gimnasio de Manhattan. En esos años de trabajo agotador llegó a pesar 87 kilos, que ahora ha conseguido estabilizar en 60. “No me compraba ropa, tenía tres jerséis y me los iba rotando en la semana”, recuerda.
Fuente: Karelia Vázquez - elpais.com/salud-y-bienestar