Norman Kaner alzó la cabeza de la almohada, abrió los ojos lentamente y de inmediato se arrepintió. Al llegar la luz al cerebro, se le activaron con la mayor intensidad las operaciones de minería dentro de la cabeza, con sus explosiones. Se humedeció los labios con la lengua, considerando vagamente si durante la noche se le habría metido en la boca algún bicho peludo, una rata almizclera, por ejemplo. Pensó asimismo que una resaca de semejantes proporciones debería ponerse en un altar como advertencia para generaciones futuras. Se preguntó si el museo de la Smithsonian Institution mostraría algún interés en el tema.
Fue imperdonable beber tanto, sobre todo en territorio desconocido. A pesar de todo, Norman se las arregló para concederse perdón. A fin de cuentas, había circunstancias atenuantes. El día anterior dio su última clase sobre el periodo colonial anterior a la Revolución, y él y Betty tenían por delante el recorrido de Nueva Inglaterra que planearon desde que él era un simple instructor en el Hadley College, y para el cual guardaron sus ahorros durante muchos años. Eso, por sí solo, justificaba la celebración.
La celebración incluyó cuatro martinis servidos durante la cena en un pequeño restaurante al sur de Connecticut.
Además, la madre de Betty, Vera, se empeñó en acompañarlos en sus vacaciones. Eso no daba el menor motivo para alegrarse, pero sí la mejor excusa para ahogar las penas.
La anciana Vera Blumenthal era una diminuta arpía, dotada de una boca cuyo tamaño nada superaba, excepto tal vez el río Mississippi o el Amazonas. Desde su partida el día anterior al mediodía, hacía un comentario desfavorable por cada vuelta de las ruedas de la camioneta. El asiento de atrás era demasiado estrecho, Norman iba muy rápido, le molestaba su artritis, debían tomar otra ruta para evitar el tráfico… ¡Bla, bla, bla! Cuando Norman trataba de tranquilizarla y hacerla callar, soltaba su maldición predilecta:
-¡Pestilencia sobre tu cabeza, Norman, y sobre toda tu descendencia!
Que baje sobre ti la peste, Vera, pensó todavía en la cama Norman, apretándose los ojos con la base de las manos y volviendo a sentir el sabor de los posos de sus tragos. El día anterior se las pudo arreglar para volver al coche y hallar la carretera. De ahí en adelante, la memoria se volvía más confusa. Se detuvo frente a un semáforo en rojo en medio de la nada, y de pronto se abrió la puerta del coche y un hombre dijo algo sobre arrestarlo. Quién podía prever la presencia de un policía esperando en aquel sitio…
De repente Norman se incorporó del lecho. Observó las paredes de roble de la habitación y la pequeña ventana enrejada. Al apoyar las manos sobre el colchón no sintió resortes, sino algo que podrían ser cáscaras de trigo o de maíz.
El hombre que lo arrestó traía un caballo por las riendas. No solo eso: iba vestido con pantalones abolsados que le llegaban a las rodillas y una camisa blanca de manga larga. Llevaba el pelo atado tras la cabeza: una imagen que Norman había visto cientos de veces en sus libros de historia.
-¿Quién lo iba a decir? -se preguntó, maravillado?-. Me arrestó Paul Revere.
Como si esas palabras fueran una señal, se oyó correr el cerrojo fuera de la puerta de la celda. Se abrió con un doloroso rechinido. Entró la luz del sol a través de ella, y Norman observó con los ojos entrecerrados una figura en el umbral.
¿Sería Ethan Allen, tal vez? ¿O John Adams? Iba vestido con la misma indumentaria que el policía de la noche anterior, más un sombrero de alas anchas encima de los cabellos que le bajaban hasta los hombros. ¿La época de 1700? No, reflexionó Norman negando con la cabeza: casi un siglo antes. No resultaba fácil creer que afuera de esa puerta existiera un país con aviones de propulsión, carreteras, chimeneas de fábricas contaminantes y drenajes que convertían el agua pura en veneno: la Norteamérica moderna.
El guardia tenía en la mano un aro con pesadas llaves de hierro.
-¿Ya recuperó el sentido, prójimo? -le dijo?-. Tenía el cerebro algo revuelto por ingerir licores fuertes cuando anoche el alguacil Wainright remolcó al pueblo su extraña máquina.
-Mi esposa… su madre -murmuró confusamente Norman?-, ¿dónde están? ¿Se encuentran bien?
El guardia asintió.
-Nuestra cárcel no está acondicionada para mujeres, pero Dame Pellow tuvo la gentileza de darles albergue por una noche. Sospecho que ahora mismo disfrutan de un budín para romper el ayuno. Pero prepárese ya. No conviene hacer esperar al juez Sawyer.
-Juez… Ya veo. La acusación de conducir en estado de ebriedad.
Norman se tocó el bolsillo de la cadera para verificar que ahí seguía el grueso fajo de cheques de viajero. Se levantó, y su cara se puso pálida cuando dentro de su cabeza los mineros soltaron un estallido de tres megatones. Trató de alisarse los cabellos revueltos con la palma de la mano.
-Dígame una cosa -dijo, abandonando el pelo y tratando de alisar las arrugas del pantalón?-. ¿Qué es esto de su vestuario? ¿Y el policía a caballo? ¿Siempre van así o se trata de una ocasión especial?
-Illium, nuestro pueblo, fue uno de los primeros asentamientos en Nueva Inglaterra. Tenemos una gran herencia histórica y tratamos de mantenerla vigente.
-Ya veo -dijo Norman, tocándose la cabeza con el dedo índice?-. Es por el Bicentenario. Se me olvidaba que es en este año…
Pero el guardia negó con la cabeza.
-Existimos desde más de un siglo antes de la Independencia. Hace unos diez años, las gentes de Illium determinamos que no queríamos dejar morir los antiguos usos y costumbres. Cada año, a lo largo de todo un mes, hacemos lo posible por revivir los primeros días, exactamente como fueron, como recordatorio de nuestros orígenes.
Norman observó al personaje con su raro vestuario.
-No está mal. Nada mal. Solo un par de cosas fuera de lugar, sin embargo.
-¿Fuera de lugar? -exclamó el guardia como si le hubieran dado una bofetada.
-Así es. Errores históricos de épocas equivocadas. Anacronismos. Por ejemplo, sus zapatos.
-¿Qué tienen mis zapatos?
-Están cortados para el pie derecho y el izquierdo. Sin embargo, casi todos los zapatos del siglo diecisiete se hacían con el mismo patrón. El zapato derecho y el izquierdo eran idénticos.
-Qué interesante. Escribiré una nota para ponerla en el tablero del pueblo. Tratamos de que todo sea lo más auténtico posible.
-Otra cosa. El policía de anoche, el que dijo que se llama Wainright, se peinaba con cola de caballo.
-¿Cola de caballo?
-En efecto -asintió Norman-, atado detrás de la cabeza. No era el estilo de los días de los puritanos. Solían llevarlo suelto, como usted.
-No le gustará enterarse de eso a Peter Wainright. Se enorgullece mucho de su pelo. Pero no dudo que cambiará de peinado en nombre de la exactitud. ¿Cómo es que usted sabe todo esto?
-Soy profesor de Historia de los Estados Unidos. Hice mi doctorado sobre los sistemas sociales de los puritanos y otros colonizadores.
-Ah, un hombre de estudios. Acuérdese de mencionar eso al juez Sawyer, que tiene gran aprecio por los conocimientos exactos. Vamos ya. No hay que hacer esperar al buen juez.
Al cruzar el prado del pueblo acompañado por el guardia y el tintineo de su llavero, Norman se quedó asombrado de cuánto se parecía Illium a las xilografías de los primeros pueblos de Nueva Inglaterra. Se habían alterado las ventanas, los porches y en algunos casos las fachadas completas de las tiendas. Vio una casa al parecer construida de troncos tallados a mano. Bajo un escrutinio detallado se descubría que eran en realidad productos comerciales. El taller del herrero tenía el invariable árbol de castañas; la rejilla de grasa apenas se distinguía a través de la puerta medio abierta. La pequeña iglesia sobre la ladera del cerro, rodeada de arces, pudo ser construida décadas antes de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos. Era impresionante la atención otorgada a los menores detalles.
El tribunal estaba ubicado en la sala de la casa del juez Jonathan Sawyer, una habitación de techo bajo. Los muebles estaban contra la pared para abrir espacio, y el escritorio del juez quedaba al lado de la única ventana de la sala. Un escenario casero que al mismo tiempo se sentía cargado de formalidad para celebrar un juicio.
Betty y Vera se hallaban esperándolo cuando llegó. Bajo los efectos de su resaca, Norman apenas pudo encarar el asalto combinado de ambas mujeres.
-¡Norman! -cacareó su esposa-. Esto nos va a demorar un día o más en nuestros planes. Te dije que no beb…
-¡Qué estúpido! -armonizó Vera-. ¡Pestilencia sobre tu cabeza, Norman, y sobre toda tu descendencia!
-No tenemos ninguna descendencia, Vera -gimió Norman?-. Solo Betty y yo, algo que me resulta imposible ignorar, ya que tú…
-¡Atención, atención! -entonó el guardia-. Está sesionando el juzgado del pueblo y aldea de Illium. Preside el juez Jonathan Sawyer. Quienes tengan pendientes en esta corte, preséntense ante el juez y serán escuchados. Todos de pie, por favor.
Cuando entró el juez Sawyer por la puerta de la cocina, Norman apenas logró aguantar la risa: un hombre gordo, de baja estatura, con una capa negra, que hacía pensar en un globo vestido de luto, y una peluca de forma indeterminada que insistía en taparle un ojo.
-¿De qué se acusa a este hombre? -inquirió Sawyer en tono sepulcral.
-Ebriedad y desorden público -repuso el guardia.
-¡No fue eso! -gritó Betty-. Admito que en efecto estaba borracho, pero no hubo ningún desorden. Mi madre y yo…
La mano del juez Sawyer dio un fuerte golpe sobre su escritorio.
-Las he admitido a regañadientes como observadoras, nada más. Bueno, procedamos con el caso.
-Ella solo trata de decirle que la borrachera no fue en público -?insistió Vera.
-¡Basta, señoras! -ordenó el juez con el rostro lívido?-. ¡Juro por mi fe que he de poner orden en la corte! ¡Que cesen de inmediato esos maullidos femeninos!
Impresionadas por el momento, las dos mujeres se hundieron en sus sillas.
-Bien, señor mío. ¿Cómo se declara usted?
-Soy culpable, señor… su señoría -murmuró Norman?-. Quisiera ofrecer una explicación de lo sucedido.
Sawyer consultó con el guardia sin que se les pudiera escuchar.
-La corte se dignará a escucharlo.
-Bueno. Ayer fue el primer día de nuestras vacaciones. Medio día, nada más, pues estuve dando mis clases en la universidad toda la mañana. El fin de año escolar, honorable juez, siempre es un poco deprimente. Usted ha de saber de esto. Pensé que necesitaba un estimulante y… creo que fui demasiado lejos en la estimulación.
-Usted se dará cuenta, prójimo, de que las leyes de nuestro estado me dan el poder de revocar su licencia.
-Sí, pero…
-Y además podría sentenciarlo a sesenta días de cárcel, aparte de ponerle una multa buena de verdad.
-Se lo ruego, su señoría, son nuestras vacaciones. Prometo que no volverá a suceder.
-A pesar de todo, esta corte se inclina por la indulgencia. Vemos que no le faltan problemas, y no es nuestro deseo añadirle más sin ser necesario.
La severa mirada que lanzó a Betty y Vera podía rayar un vidrio.
-Conforme al carácter… eh… el carácter modificado a lo largo del presente mes, queda sentenciado a un día de confinamiento en el cepo.
-¿Perdón, señor?
-El cepo. Ya sabe.
Sawyer pareció de pronto un niño frente a un juguete nuevo. Giró en su sillón, extendiendo brazos y piernas con rigidez.
-Tenemos el cepo instalado en el prado, pero hasta hoy no lo hemos utilizado con nadie. Añadirá un alto grado de realismo a la celebración anual. La alternativa…
Las pobladas cejas del juez bajaron sobre sus ojos.
-… es todo el peso de la ley.
-¡No! -gritó Betty-. Lo prohíbo. Tú sentado ahí con las manos y los pies apresados en esos tablones. Qué vergüenza…
-¡Betty, cállate la boca! -rugió Norman-. Con esta sentencia nos atrasamos nada más un día.
Se volvió hacia Sawyer.
-Conforme, acepto su sentencia. Únicamente por mi gran interés en la exactitud histórica, por supuesto.
-¡No es justo! -exclamó de nuevo Vera-, pudo ponerle una multa como de diez dólares y ya estaríamos lejos de este manicomio.
El guardia tomó a Norman de un brazo y lo condujo a la puerta. Tras él, Betty y Vera discutían con el juez Sawyer. Cuando este se levantó para salir, la inevitable maldición de Vera resonó en la pequeña sala.
-¡Pestilencia sobre tu cabeza, Sawyer, y sobre toda tu descendencia!
Los tres tablones que formaban el cepo estaban empotrados en postes bien enterrados en el suelo de arcilla. Norman se sentó en la banca de madera, y el guardia alzó los dos tablones de arriba, separándolos poco más de veinte centímetros. Norman extendió las piernas y puso los tobillos en dos semicírculos cortados en la madera. El guardia bajó el tablón central y sujetó los tobillos en su sitio.
-Ahora las manos, prójimo.
Norman tuvo que estirar su cuerpo hacia delante, como un remero al comenzar su movimiento. La sección superior descendió y lo sujetó por las muñecas. El guardia se sacó del bolsillo un par de candados, con los que acerrojó los tablones.
Por fin el guardia dio un paso atrás.
-Es todo, señor. ¿Cómo se siente?
-Completamente ridículo -replicó Norman-. Indefenso. Y ligeramente incómodo.
-Mucho me temo que la incomodidad irá en aumento. En cualquier caso, no es como antes. En aquellos días la gente arrojaba los peores desperdicios a un hombre preso en el cepo. No creo que ninguno de los presentes pobladores haga algo parecido.
-Supongo que el juez Sawyer se sentiría feliz si lo hiciesen -?dijo Norman?-, para que todo sea todavía más auténtico. ¿Cuánto tiempo debo pasar en esta cosa?
-Solo hasta la puesta del sol. Creo que debo decirle que ha hecho muy feliz al juez Sawyer. Siempre le hizo ilusión sentenciar a alguien al cepo. Por el realismo, ya sabe. Pero ninguno de los pobladores quiso ponerse.
-Hablando de realismo, esos candados son modernos. En los días de la colonia usaban clavos de madera para poner los tablones.
-Gracias, se lo mencionaré al juez Sawyer, pues le interesa que todo sea lo más preciso posible. Ah, hay algo más. Espero que no le afecte demasiado.
Se sacó del bolsillo una hoja grande de papel y la desdobló. En caligrafía adornada estaba escrita una palabra: BORRACHO. El guardia la colocó en su sitio en el lado más apartado del cepo.
-Tachuelas -observó Norman-. No es correcto.
-Ya lo sé. Necesito encontrar otra manera.
El guardia se fue. Norman suspiró y movió los dedos que no podía ver. Miró el sol y calculó que serían las diez. El sol no se pondría antes de las ocho. Determinó que sería un día muy largo. Esperaba que no demasiados pobladores se burlaran de él. Antes de una hora ya tenía un fuerte calambre en la espalda y el sol caía con ferocidad sobre la cabeza descubierta. Una sola gota de sudor le bajó hasta la barbilla, donde se quedó colgada. Al mismo tiempo, le dio comezón en la nariz.
Pasó otra hora. Norman hizo intentos por llegar al hombro con la nariz, pero la comezón quedaba fuera de su alcance. En sus clases a menudo hablaba del cepo, pero nunca imaginó la exquisita tortura de verse confinado en uno.
Alrededor, el pueblo despertaba a la vida. Del taller del herrero salían sus martillazos, y pasó una niña con un yugo sobre los hombros cargando dos cubos de agua. Al ver a Norman en el cepo, se rio con alegría y enseguida le ofreció agua de beber. Cuando se lo pidió, incluso le rascó la nariz. Aceptó todo con gratitud, demasiado sediento y avergonzado de su desamparada situación.
Era poco después de la una de la tarde, y Norman sufría con dolores que le subían por la espalda, cuando oyó una voz tras él.
-Le duele, ¿verdad? Tal vez con esto se sienta un poco mejor.
Un par de manos empezaron a amasar sus músculos doloridos. Norman se agitaba bajo la presión de los dedos, gruñendo de placer por el alivio.
Terminó el masaje y el hombre dio vuelta al cepo para encarar a Norman. Iba en general vestido como los demás, pero llevaba un abrigo con cinturón, algo raro para un día caluroso. Al otro lado del pueblo, dos muchachos cargaban una enorme viga de madera de más de tres metros de largo para llevarla a la iglesia.
-Soy el reverendo Dabney, Thomas Dabney. Espero que se sienta mejor. En eso trabajo, y allá queda mi fábrica -?dijo el hombre, señalando la iglesia con el dedo pulgar.
-Oh, sí, me ha salvado usted la vida, señor Dabney. Cuando salga de esto, le invitaré una copa de lo más grande…
-Mejor no. Creo que así comenzó todo esto. Además, el ponche que sirven en la posada sabe a agua de lavar platos. No puedo esperar a que acabe el mes y pueda prepararme un coctel decente.
-No me diga que ni siquiera pueden…
Dabney negó con la cabeza.
-«Hemos adoptado los usos y costumbres de la colonia», como le gusta decir a Jonathan Sawyer. Un mes al año vivimos de esta manera.
-Pero ¿no resulta un poco tonto llevarlo a este grado?
-No. Pienso que vale la pena vivir como los ancestros y aceptar sus valores. Debo admitir que tengo más gente en la iglesia cuando la ley manda que todos deben asistir.
-Pero llevarlo a estos extremos parece…
-¿Se refiere al cepo? Creo que Sawyer pudo ser mucho más severo. Sesenta días en la cárcel habrían arruinado sus vacaciones, ¿no cree? Y me atrevo a conjeturar que cuando logre salir, pensará dos veces antes de volver a conducir cuando haya bebido.
-Solo quería decir que…
-Mire, para que valga la pena hacer algo como esta escenificación colonial, es preciso abarcarlo todo. El vestuario y el cepo son lo de menos. Lo que cuenta es la tradición. Vivir durante un mes exactamente como los ancestros nos hace apreciar mucho más los otros once meses del año. Pero hay que hacerlo correctamente, todo tal y como fue. Es como subir una montaña. ¿Qué atractivo existiría si el alpinista sabe que hay una red de seguridad todo el tiempo debajo? Para que tenga significado, la experiencia ha de ser por completo real.
-Debo decir que hacen el mayor esfuerzo. Le indiqué al guardia algunos errores y reaccionó como si le citara las Sagradas Escrituras.
-Sí, ya oí hablar de eso. Pero no hay nada que temer. El juez Sawyer se encargará de corregirlos el año entrante. Tal vez venga usted a visitarnos y juzgará las mejoras.
-Cuando me hayan sacado de esta cosa puede pasar un año antes de que pueda estar de pie.
Dabney se rio con suavidad y se volvió a mirar a tres hombres que pasaban. En la espalda cargaban muchos trozos de leña atados a una burda rejilla. Saludaron con alegría a Dabney, sin prestar la menor atención a Norman.
De pronto, desde atrás le llegó a Norman un ruido parecido a un grito ahogado de dolor e indignación. En vano quiso volver la cabeza. Por fin logró captar la imagen de una figura que corría hacia él, una mujer con ropa moderna de color rosa brillante: Betty.
Pero no la Betty que él conocía. La figura parecía tratar de agarrar algo que tenía puesto en la cabeza, al tiempo que emitía raros gritos ahogados entre gruñidos.
La figura grotesca rodeó el cepo y miró a Norman. Tenía la cabeza estrechamente apresada por una jaula hecha de tiras de hierro. La base de esas tiras quedaba sujeta con candados a su cuello por un redondel de metal, que hacía imposible quitarse el aparato. En una de las tiras encima de sus labios había una nudosa espiga metálica que se le introducía en la boca y volvía imposible dar forma a las palabras. Con las manos ensangrentadas, Betty Kaner trataba de mover la jaula que le aprisionaba la cabeza.
-Gnnn… Og… Jurr… Og…
-¡Es un callabocas! -exclamó Norman, tratando de liberarse las manos sin lograr más que arrancarse la piel en el cepo.
-La brida de la chismosa, así la llamaban en tiempos de la colonia. Creo que el juez Sawyer le advirtió varias veces que no gritara en la corte, antes de ordenar que se la colocaran.
-Pero es algo inhumano.
-Para nada. Si se tranquilizara, estaría bien. Puede respirar sin el menor problema. Tan solo le es imposible hablar. Y puede ir adonde quiera. Es mejor que tenerla encerrada en una celda.
-¡Pero eso… eso que le han puesto en la cabeza!
-¡Mg durr! ¡Mg durr!
-Claro que le duele -le dijo Dabney-. Deje de tratar de moverla y se sentirá bien.
-Dabney, ¿acaso no ve que casi ha perdido la razón por el miedo y el choque?
-Mucho mejor para usted, mi viejo. Le aseguro que cuando se lo quiten dejará de ser la arpía de antes de que se la pusieran.
Con un miserable gemido, Betty se hundió en el polvo del suelo, abrazada con toda su alma a las piernas de Norman en gesto de súplica.
-Dabney, estoy harto de todo esto. Al cuerno con mis vacaciones. Tengo la intención de acudir a las autoridades por estos… estos atropellos.
-No diga tonterías. Piense en el valor adicionado a sus clases de historia. Les va a poder hablar desde su propia experiencia de los castigos durante la colonia -?sugirió Dabney frotándose la barbilla mientras pensaba qué decir?-. Sabe usted, ese callabocas lleva en el museo unos doscientos años. No pensé que lo vería en uso.
-¡Una monstruosidad!
-No, señor Kaner, de ninguna manera. Así fuimos hace más de doscientos años. Oh, no somos del todo perfectos en la recreación del pasado. Pero llegaremos a serlo.
Dabney se dio vuelta para mirar al otro lado del prado, donde avanzaba entre gritos un grupo de pobladores camino a la iglesia.
-Me tengo que ir -anunció-. Tengo que atender otros asuntos.
-¿Cómo puede usted ver a dos seres humanos bajo tortura y decir que tiene otros asuntos? ¿No le parece raro para un hombre de su profesión?
-No es tortura, señor Kaner. Se trata de un castigo por acciones cometidas en contra del bienestar de la comunidad. Un castigo que es justo. El mismo castigo que aplicaban nuestros ancestros.
Algo desvergonzadamente maligno afloraba en los ojos de Dabney, como una serpiente lista para atacar.
-Tal vez le interese saber -dijo- que justo antes de mediodía el médico de la localidad visitó la casa de los Sawyer. El juez se sentía mal, y también sus dos hijos.
-¿Y eso qué?
-Sarampión. El doctor dice no haber visto jamás que la enfermedad atacara a toda una familia tan súbitamente.
-¿Qué tiene que ver eso con mi esposa o conmigo?
-Con usted, nada. Ni con su esposa.
-En ese caso, ¿qué…?
-Piense un poco, señor Kaner. Piense.
Dabney gritó a la multitud de pobladores y fue trotando para unirse a ellos.
Una locura. El pueblo entero enloquecía con su pasión por la exactitud histórica. Betty alzó la mirada suplicante tras la jaula de hierro. Un gemido muy suave salió de su garganta.
Momentos más tarde se oyeron débiles ovaciones que llegaban del patio trasero de la iglesia, detrás de los arces. Una nube de humo negro grasiento ascendió hacia el cielo. De pronto, suspendido en el aire como algo palpable, se dejó oír un solo grito arrancado de la garganta de alguien torturado más allá de lo soportable.
Enseguida Norman entendió quién gritaba, y en su mente oyó la misma voz que maldijo al hombrecito gordo envuelto por una capa negra y una peluca demasiado grande para su cabeza: «¡Pestilencia sobre tu cabeza, Sawyer, y sobre toda tu descendencia!».
¡El sarampión!
Aunque su estómago se contorsionó al pensar en lo que estaba sucediendo, una idea sin relevancia apareció en la mente de Norman: otro error histórico.
En la época colonial la pena de muerte se aplicaba mediante la horca o aplastando al sentenciado con grandes rocas.
En toda la historia de Nueva Inglaterra no se registró un solo caso de una bruja ejecutada en la hoguera.
FIN
Un educador es el personaje central de este relato sobre la autenticidad histórica. William Brittain, un maestro de preparatoria retirado, lo escribió en una época en que se despertó en los Estados Unidos un alto grado de interés por la historia del país. Brittain es autor de varios cuentos en que el detective, el señor Stang, es un maestro de ciencias de preparatoria. También ha publicado una serie de historias comúnmente denominada Cuentos del Hombre que Lee. En cada una de ellas, un personaje devoto de algún escritor de cuentos de misterio termina por resolver el crimen en el estilo característico de su héroe literario.