Las bodas suelen ser una puesta en escena de la agenda telefónica de quien se casa o quien paga el convite. En la boda de la hija de Aznar vimos desfilar a Berlusconi con paso decidido y atormentado, como si asistiera a su propio bautizo. También estaba Bárcenas por ahí; las fotos de boda nos arrojan la ingratitud del tiempo que siempre juega con ventaja, así, recordamos a tal o cual invitado porque se fue sin despedirse y nunca más apareció en foto de familia alguna. Con las bodas uno comprende que la vida se construye bajo promesas eufóricas, juramentos etílicos que luego, con la resaca, quedan vagamente recordados, como si formaran parte de un sueño.
Se casa uno para decirle al mundo que puede casarse, esto es, que puede pagar una comida que cuesta un sueldo o que la puede pagar su padre. La boda es el último bautizo o la primera extremaunción del sujeto social, a partir de ahí ya está uno entregado al mundo para vivir bajo los estándares de la comodidad. También se casa uno para recibir muchos regalos. Aznar lo dijo ayer en la tele, en una entrevista: es bastante normal que los invitados hagan regalos a los novios
La desmedida ha sido siempre la medida de los poderosos. Ana Mato se gastaba un dineral en las fiestas de cumpleaños de sus hijos; Ana Aznar y Alejandro Agag se casaron bajo treinta y dos mil euros de luces. Me pregunto por qué uno necesita gastarse 32.000 euros para iluminar una fiesta que es, a todas luces, una farsa. Quizá precisamente por eso. Quizá abultando la factura, haciendo de la factura lo más importante, uno olvida por qué está ahí, rodeado de delincuentes vestidos con traje o chaqué (dependiendo del parentesco); uno olvida que se está casando y se centra en los treinta y dos mil euros en luces que le regala un tipo con aire entre mafioso y aristocrático. Estoy hablando de Francisco Correa.
Jugar a la inocencia le queda bien a la clase política; cuando Aznar dice que es bastante normal hacerle regalos a los novios está jugando a ser inocente, en el peor sentido de la palabra, también cuando dice que la contabilidad B del partido popular es un bulo construido por el grupo PRISA. En ambos casos nos está llamando idiotas. La inocencia de un poderoso pretende epatar con la gente normal, de este modo Aznar parece decirnos ¿quién no ha recibido un regalo de boda? Disloca la realidad, la vuelve de su parte.
Mientras Aznar aparecía en los televisores de media España amenazando con volver a la política, la otra media se enteraba de los favores que Francisco Correa fue devolviendo al expresidente y la cúpula que dirigió España durante los primeros compases de este siglo extraño. Yo pensaba desde la niñez que la corrupción era una cosa de pobres, tipos del partido socialista que hartos de la retórica rompían la baraja ideológica en favor de algún hermano; los sueños de la pobreza —pensaba yo— engendran monstruos. Gracias al partido popular estoy descubriendo que la corrupción es un asunto humano, demasiado humano, que no conoce el signo ideológico del que manda pero sabe muy bien cuáles son las debilidades de la condición humana.
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