A raíz de una circunstancia desagradable, donde una teleoperadora realiza una llamada telefónica a un posible cliente, con el fin de promocionar su producto, y es recibida con insultos y desprecios, surge esta pregunta: ¿es denigrante trabajar? A simple vista, no es posible afirmar que desarrollar ciertas tareas en lugar de otras sea más digno ni privilegiado. Si partimos del fundamento de que todos los trabajos son iguales, es incomprensible encontrarse con esa flagrante falta de consideración. En esta vida, lo más complicado es encontrar el mejor camino para relacionarse.
El desprecio hacia la persona que realiza la llamada es constante. Lo cual genera la sensación de que ese trabajo no se fundamenta en ningún mérito. Es como si el agente que lo lleva a cabo careciera de carrera profesional o que su experiencia no le otorgara competencia para merecerse un trato honorable. Despreciar es minusvalorar el esfuerzo ajeno, burlarse del semejante, considerándole menos distinguido que uno mismo. Pero, ¿puede uno suponer que sus tareas son más dignas que otras? ¿Es ese un camino de equidad o de sentido común?
Los insultos sin venir a cuento también son constantes. Atropellar verbalmente es señal de incomprensión del sentido de esa función, que se debe a una obligación contractual del teleoperador, y nada tiene que ver con una elección deliberada, sino aleatoria; nadie escoge a propósito a alguien y le hace objeto de sus impertinencias. No obstante, la sobreabundancia del marketing telefónico puede haber contribuido a ese ambiente hostil, ya que se procede muchas veces de forma inoportuna, sin obedecer al ámbito de interés del receptor. Pero convertirlo por ello es una necesidad del agravio personalizado, es incomprensible. Si quien insulta es un trabajador, ¿por qué considera que su trabajo es mejor que el de un teleoperador? No debería existir esa absurda línea categórica, mucho más allá de un simple desempeño estratégico, en función de las tareas contractuales.
Por otro lado, es natural que el receptor considere responsable de sus contrariedades, ya sea con la compañía o con el sector de donde proceden las llamadas, a la persona que está al otro lado del teléfono. Es verdad que al efectuar ese contacto, uno se convierte en la ventana por la que los clientes miran a las empresas, pero no por ello los agentes adquieren ninguna responsabilidad, ni poder de decisión. Son simples empleados que está realizando una gestión, nada más.
Naturalmente, hay campañas de telemarketing sumamente agresivas, que no respetan el horario, ni la condición del receptor, y muchos menos su demanda, porque están fundamentadas en la insistencia hasta el hartazgo. Sin embargo, los responsables de ese ataque comercial indiscriminado, son las empresas promotoras, que parecen haber perdido la sensibilidad hacia las circunstancias personales de sus posibles clientes. En estos casos, todo vale con tal de vender. A pesar de todo, esa circunstancia no coloca la responsabilidad de los males estratégicos en el hombro del teleoperador, quien simplemente cumple su función a cambio de un, casi siempre, modesto sueldo o comisión. Es innegable que la persona se convierte en el único nexo entre la firma comercial y el posible cliente, lo cual impide, muchas veces, hacer una consideración objetiva del panorama global.
La cuestión es: ¿estamos instalados en la constante necesidad de descalificar al otro, de menospreciar los logros ajenos, de discutir las verdades del semejante? ¿Es ésta la tendencia que dominará los tiempos venideros? Por alguna razón, estamos siempre a la defensiva, saltando ante la más mínima intromisión.
Es preferible pensar que no todos somos tan hostiles ni somos capaces de recurrir a la violencia verbal injustificada. En el ejercicio del sentido común, nunca se debe despreciar a nadie ni entender que una labor comercial resulta de una elección personalizada, porque hacerlo es perder de vista lo fundamental del ser humano: el respeto.
imagen: @morguefile Si te ha gustado este artículo, compártelo. Gracias.