El post de hoy, amigo lector, supone para mí meterme en un berenjenal, pero no quiero dejar pasar la oportunidad de escribir sobre el asunto.
Siempre me ha gustado conocer sitios. Hace años que tengo una caja metálica llena de mapas, porque cada vez que iba a un lugar, soñaba primero con él, compraba mapas, los estudiaba, buscaba qué sitios podrían ser interesantes y los visitaba, y todo eso me lo guardaba en alguna parte de la cabeza o del corazón, dependiendo.
Desde que tengo moto ruedo por lugares cercanos y, a veces, por lugares más alejados. Lugares que ya conozco o lugares que descubro al son de la Harley-Davidson. El lector verá en mis escritos cuáles son esos lugares y esos caminos, esas carreteras rodadas a baja velocidad, a pocas revoluciones, a poco riesgo intencionado. Descubro España, redescubro cada lugar por el que ya pasé, y voy destapando lo que se ha dado en llamar la España vaciada. Lugares en los que la vida se apaga. Lugares preciosos que hemos cambiado por el calor de la calefacción central.
El escrito de hoy tiene un contenido más tangencial a lo de ser motero. Y es que COP25 está en Madrid, en España, pero no voy a entrar a analizar la Cumbre ni sus objetivos ni las oportunidades que abre un acontecimiento así, pero sí que voy a hablar sobre la respuesta que nuestro país puede dar, aparte de cumplir los objetivos que se propongan y de seguir intentando hacer de nuestra sociedad un lugar sano donde estar.
Vaya por delante que yo soy de los que contaminan. Tengo un coche híbrido y una moto preciosa de inyección a la que no pienso renunciar. Pero quiero comenzar con una idea: la idea de defendernos. Pienso que debemos defendernos de los cambios del clima apostando por un nuevo modelo de desarrollo sostenible. Creo que podemos aprovechar la oportunidad de colaborar para frenar, en la medida de lo posible, las consecuencias que prevén los expertos.
Hace tiempo que leí, como tanta gente, El frío modifica la trayectoria de los peces (2010), de Pierre Szalowski. De ese libro salen algunas cosas interesantes, como que las personas, si no es por un motivo justificadísimo, no permanecen en condiciones que impidan o no favorezcan su desarrollo. Eso ya pasó con la humanidad, que tardó miles de años en encontrar lugares donde vivir. Fue transitando tras los animales hasta que encontró las zonas templadas. Ahora nos toca a nosotros el papel de nómadas y, como si de un nuevo neolítico se tratara, es posible que tengamos que buscar las nuevas zonas templadas.
Nuestras ciudades y pueblos son hijos de la evolución humana. No voy a hacer un recorrido histórico preciso sobre ello, pero lo cierto es que el hombre paleolítico fue tras los animales, que son los que sabían buscar los lugares adecuados. El hombre neolítico se sentó en zonas templadas, habitables, y comenzó la vida sedentaria que todos conocemos, junto a los ríos, cerca del agua necesaria para vivir y para cultivar. Y la curiosidad por lo desconocido se abre paso ante e hecho de vivir siempre en el mismo lugar. Eso lo hemos heredado y lo hemos solucionado inventando las motos y los coches.
Pronto llegaron los caminos que unieron esas localizaciones, el intercambio, el mercado, el trueque, la moneda... de tal manera que la talasocracia se iba haciendo acompañar del transporte terrestre. Otras localizaciones eran puramente militares y obedecieron a la estrategia de los imperios. El arte de los caminos (los magistri comacini), unió Europa bajo un mismo simbolismo religioso, comenzando una versión rústica de lo que hoy llamaríamos globalización. Recorro sus antiguos trazados revestidos de asfalto, ruedo entre curvas, puertos y llanos. Pero un día, la industria llamó a la puerta y se quedó entre nosotros, y transformó nuestra vida, nuestra casa y nuestra ciudad, y esa industria hoy ya ha sido expulsada a las afueras, a los polígonos, a Bangladesh, dejando paso al ocio y a los servicios.
Entonces, ¿es que estamos ante otro cambio de era? De la era agrícola a la era del capital, y de la era del capital a la era del conocimiento. Si releemos el párrafo anterior podremos apreciar que cada una de las insinuaciones que hago se enmarca dentro de una de estas tres zonas de la existencia de la especie humana. No son etapas con día y hora de salida y de llegada, sino paradigmas que nos sirven para entender nuestro pasado y, desde ahí, imaginar nuestro futuro. Pienso que todos somos conscientes de que estamos en la era del conocimiento. No sabremos definirla con exactitud, pero sabemos los ingredientes que tiene, y también sabemos que lo que caracteriza a las eras anteriores no desaparece, sino que queda en un plano de protagonismo solapado por lo nuevo. La era del conocimiento significa que te pagan por lo que sabes hacer, no por la cantidad de tiempo que dedicas a tu profesión o a tu oficio. Aquella película de Pedro Masó en la que el cliente le dice a Tony Leblanc: " Pero hombre, ¿veinte duros por apretar un tornillo?" A lo que le contestaba: " no, eso es gratis. Los veinte duros se cobran por saber qué tornillo hay que apretar". La era del conocimiento significa que sabes utilizar con maestría tu cerebro vicario (perdón, quise decir teléfono móvil). Significa que sabes entender cosas complejas y que eres capaz de poner en relación elementos que construyen una realidad real, mezclada a menudo con una realidad virtual, que es tan real como la real. La tierra, el trabajo, el capital y el conocimiento son cuatro elementos que componen nuestra existencia y que han dado de sí, durante estas tres eras, todo lo que hemos sido capaces de exprimir.
¡Llevemos las ciudades a nuevos lugares! A lugares alejados del mar, a nuevas altitudes, que España es el segundo país más montañoso de Europa. Busquemos los mil quinientos metros y urbanicemos de nuevo pensando en un futuro en el que parece que los extremos climáticos se harán presentes de manera frecuente. Adaptemos el viejo urbanismo, o creemos uno nuevo, en el que integremos el teletrabajo, la forma de actuar de los millenials que no necesitan poseer, el mundo de los servicios irrenunciables -fibra, comercio, sanidad-. Y con nuevos materiales, con una nueva industrialización. Hagamos espacios y edificios que respondan a la nueva idea de comunidad que parece que progresa, desde la privacidad hasta los espacios compartidos.
Pienso que nos toca definir la vida del futuro. Creo que el cambio climático va a ser un factor más que determinante en esta decisión, porque es posible que los espacios que tenemos no nos valgan. No nos vale vivir en el Mediterráneo, a nivel del mar, porque el Mare Nostrum se nos va a comer. No nos vale el privilegio del Yet Stream, que parece que se está quedando sin batería. No nos vale vivir cerca de los ríos, porque los ríos se han cansado. No nos vale vivir junto a la fábrica, porque se la han llevado a China. No nos vale vivir en los valles que se abrasan en verano. Vivamos allá donde seamos capaces de llevar la fibra óptica y el 5G. Vivamos cerca de un aeropuerto, cerca de los aerogeneradores.
Hagamos ciudades de otro tamaño, pensadas para nuestros hijos, esos que nunca se van a comprar una casa porque sueñan con irse a Brisbane. Hagamos casas para uno, para dos, para tres personas (alguna habrá que hacer para más...). Elijamos la casa en un catálogo y que la ensamblen en tres meses, aunque tres meses es todo el tiempo del mundo para una joven de 25 años. Hagamos casas conectadas y bien mantenidas porque los inquilinos no saben resetear el router. Casas que hablen con Mercadona. Organicemos un ejército de servicios domésticos porque los inquilinos no están a esas cosas. Los inquilinos, los vecinos, vivirán la vida como si de una tarifa plana se tratase. El resto no les va a preocupar.
Sí, nuestras ciudades existen y son lo que tenemos. En España, 37 millones de habitantes viven en ciudades y 10 millones viven en los pueblos de la España vaciada. Pero esta estructura urbana no nos va a servir en el futuro: la mayor concentración de habitantes está, con excepción de Madrid, en nuestras costas, y no sabemos cuál va a ser el comportamiento de los mares, aunque podemos suponerlo.
Defendámonos y vayamos al interior. Busquemos lugares de cierta altura. Con ello evitaremos las consecuencias de la elevación del nivel del mar y las consecuencias del calor, que ya asoma por la puerta. Busquemos los mil metros, los mil quinientos, no más, que en España consideramos clima de alta montaña a partir de los mil ochocientos.
Imagino que España responde como país (sí, has leído bien, amigo lector), imagino que nuevos lugares, nuevos asentamientos aparecen en mis mapas, esos que guardo en la caja metálica, que nuevos caminos cruzan los campos vaciados, y que yo los recorro a 3,5 litros por kilómetro.
Amigos, tenemos las herramientas, tenemos la oportunidad. Vamos teniendo la voluntad y una cultura globalizante que parece que quiere dar respuesta al gran problema de nuestros hijos. Mientras tanto, esa parte del capitalismo que se ha asalvajado y esa otra parte del populismo que parece que quiere prender llama, han de hacer los deberes y dejarse transformar en algo sostenible, algo justo y algo responsable.