Por Alberto González Rivero
En uno de esos timbrazos que nos sacan de la dimensión “real", me parece que Wifredo Lam ha regresado como lo hacía antaño al parque “La Libertad”, a hablar con amigos como Goyito, con un cuadro debajo del brazo, esa misteriosa obra que jamás olvidó ni siquiera en sus incursiones por Europa.
En eso iba pensando mientras caminaba por la céntrica calle que lleva el nombre de la benefactora de los sagüeros, Carmen Ribalta, hija de uno de los hacendados más ricos de La Villa del Undoso en el siglo XI
Esa mañana de aspecto brumoso, se esperaba la visita del genio cubista, influido por su amigo Picasso. La estancia en el Viejo Continente revela sus amores con Eva, una modelo que él describía con el pelo azul medio violáceo, de cuya unión nació su primer hijo, Wilfredo Víctor. No ocultaba, sin embargo, que pasó los mejores tiempos de su vida con Elena, una enfermera barcelonesa a la que conoció en Marsella, su musa en el trabajo y en la poesía .Lam, enamorado de la ibérica hasta el paroxismo, llevaba una existencia errante durante la Guerra Civil Española.
Paseo por esta arteria principal, antigua Amistad, que es, en sí misma, un espectáculo, perfectamente alineada a tono con el trazado urbanístico del siglo decimonónico. Solo de ver cómo José Lezama Lima y Alejo Carpentier imaginaban a su Habana por dentro y por fuera, me inspira transitar a través de ella, con sus combinaciones de edificios y casas vetustas y otros de nueva creación, con el zumbido permanente de su hilera de coches y bicicletas.
Los primeros destellos de su llegada lo descubrieron enamorado como siempre. Venía acompañado del cineasta Humberto Solas y ambos se detuvieron en Carmen Ribalta. Es que acaso no parece una imagen surrealista la escena en que Lam está sentado en la cama con el mosquitero en cabestrillo.
Se me olvidaba mencionar que era esta la ruta preferida de Armando Hernández, un rotulista de las carteleras de cine que solía andar con la cara embarrada de pintura, un personaje de Mendive que se daba unos tragos en la cantina del Hotel Sagua, pero que no hubiera soportado ver tan desconchadas las paredes de este clásico de la arquitectura. Tampoco quería perderse la ocasión de hacer un nuevo retrato de Lam.
Había que ver como el hijo más pequeño de Lam, Yan y Ana Serafina no soltaba su obra más querida, recordando cuando dibujaba con el hollín del carbón que recogía en la línea de la antigua Estación de Ferrocarriles. Era la época en que el ahijado de Má Antoñica Wilson comenzaba a encantarse con sus paisajes. Por eso se dejaba caer, montado sobre una yagua, por el estero, un riachuelo cercano a su casa de madera, todavía intacta en la misma calle que vio nacer al creador de La Jungla, cuya tarja develó en el lugar la francesa Lou Larin, la última esposa del pintor que ha expuesto en diversas galerías del mundo.
En el antebrazo de la retrospectiva, rememoramos la llegada del periodista Manino Aguilera (mi Luján, como el de Mañach en “Estampas de San Cristóbal de La Habana”), mostrándole la entrevista que le concedió al periódico “Mensaje”, edición que guardaba como un culto a esa ciudad que tanto amaba. La fotografía habla por sí sola, pues recoge los instantes en que Lam y Manino conversaban en La Habana, al tiempo que el reportero de Sagua tenía el privilegio de verlo trazando su obra cumbre.
Es curioso que sus progenitores lo inscribieran como Wilfredo Oscar de la Concepción Lam y Castilla. Má Antoñica Wilson era premonitoria al ver al hijo de Orula como un “espléndido hechicero”. Sobre ella Lam recordó tiempos más tarde: “Mi madrina tenía el poder de conjurar en mis primeros años de existencia, yo la visitaba en su casa llena de ídolos africanos. Ella me otorgó la protección de todos aquellos dioses”.
Apretaba su famoso talismán, pero Goyito lo traía a la anécdota de la maestra que lo descubría haciendo garabatos en el pupitre de la escuelita de Coco Solo. Quizás ella adivinaba que iba a rayar una vez más el mueble escolar, obsesionado desde ya por plasmar imágenes poéticas en el lienzo. Ella presagiaba que ese chinito volaba como un coronel fuera del aula.
Se reía con el amigo que lo hacía retocar una y otra vez su obra más íntima. De la espátula salían los mágicos momentos en que el joven Lam llevaba el pincel en los bolsillos a las canturías que se organizaban en el barrio Coco Solo. O cuando le pedía a su tío papel de cartucho, no para que le envolviera mangos o ciruelas, sino para reseñar las primeras grafías del entorno. Al tío, el hijo más chiquito de su hermano Lam Yan le parecía algo chiflado.
En La Villa, rodeado de amigos y curiosos, que es la armonía de todas sus junglas, mostró un pequeño huevo y lo frotó de agradecimiento, redescubriendo aquellas búsquedas que fueron citas permanentes en su visión artística. Así se lo confesó a Manino en la citada entrevista exclusiva para” Mensaje”.
Célebre fue aquella incursión en que le “trasladó” el violín a su hermano mayor y lo puso a flotar a la vera del río Sagua la Grande.
Todavía se acordaba de la cara que puso el dueño del instrumento y del castigo al conocerse de la lírica travesía.
Otra vez se alucinó al cruzar por el Puente de Hierro del Triunfo, pues algunas de sus pinturas primitivistas se inspiraron en aquellos paisajes, motivos de sus correrías infantiles .Parecía que Lam dibujaba el ramaje de la nostalgia, mientras se desviaba en camino a la carretera del antiguo Central Resulta, según él para seguir oyendo los consejos de Má Antoñica Wilson, una de sus musas más apreciadas.
A Armando, el rotulista de las carteleras cinematográficas, no le temblaba el pincel, dándose el trago de costumbre, porque él fue de esos pintores que se quedó para seguir retocando a la ciudad con los colores que le había “regalado” el personaje. Esa vez, al anunciar el filme en las ventanas del Cine Alcázar, dejó un espacio para hacer el retrato al retorno del que tanto había hecho trascender el sentimiento sagüero a través de las artes plásticas.
Wifredo Lam y Castilla, estremecido con la vuelta a las raíces, se fue ese día del parque “La Libertad a paso de gigante, iluminando los recuerdos a lo largo de la calle que perpetúa la memoria de la caritativa mujer.
Llevaba consigo “La Silla”, aderezada con la maceta y las flores que tal vez hallaba en las Riberas del río. Otra vez se sentaba en el mueble de la originalidad.
Había venido a engullirse de una pincelada toda la atmósfera que le había dado fama.