Llevaba unas semanas dándole vueltas al asunto éste de la Ley de Seguridad Ciudadana, pero la noticia de que la palabra "colega" dirigida a un Guardia Civil cuesta 300 euros, ó 150 si pagas de inmediato y no rechistas, me ha impulsado a terminar con este asunto pendiente.
Para empezar diré que 300 napos es un precio caro por "coleguear" con el benemérito cuerpo, aunque si consideramos que esta infamante acción discursiva tuvo lugar "en presencia de viandantes", la cosa, naturalmente, cambia. Supongo que no pasó ninguna otra cosa puesto que no figura en la denuncia; es el mencionado "colega" lo único concreto que se resalta en el documento de empapelar ciudadanos.
Ni en el artículo 1 (Objeto) ni en el 3 (Fines) de la Ley de Seguridad Ciudadana veo nada que pueda suponer menoscabo a la Ley en la acción del “colega” como no sea de “costaíllo” y a martillazos. Sin embargo, en el 4. se mencionan los principios de oportunidad, proporcionalidad, eficacia y eficiencia que no parecen estar en concordancia con lo ocurrido. Pero la Ley dice más cosas, por ejemplo, que el capítulo III (Actuaciones para el mantenimiento y restablecimiento de la seguridad ciudadana) y el V (Régimen sancionador) “deberán interpretarse y aplicarse del modo más favorable a la plena efectividad de los derechos fundamentales y libertades públicas, singularmente de los derechos de reunión y manifestación, las libertades de expresión e información, la libertad sindical y el derecho de huelga”. Pero es que, además, el artículo 5.2.a. de la Ley Orgánica 2/1986, de 13 de marzo, de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad establece como principio básico de actuación de los miembros de las mencionadas Fuerzas con respecto a la ciudadanía el “impedir, en el ejercicio de su actuación profesional, cualquier práctica abusiva, arbitraria o discriminatoria que entrañe violencia física o moral”.
A ver qué dice el Capítulo III. Del “colega” nada. Pero resaltaré alguna otra cuestión de interés para estos tiempos de desahucios y manifestaciones. Sobre el derecho de reunión –que, por cierto, tiene su propia ley- se afirma que las autoridades (entiéndase, autoridades gubernativas) podrán acordar la disolución de las mismas, atendiendo, eso sí, a lo que para tal asunto determina el artículo 5 de la Ley Orgánica 9/1983, de 15 de julio, reguladora del derecho de reunión. Para lo que aquí nos interesa mencionaré dos causas: que sean “ilícitas de conformidad con la ley penal” y “se produzcan alteraciones del orden público, con peligro para personas o bienes”. Y establece además la Ley de Seguridad Ciudadana que “la disolución de reuniones y manifestaciones constituirá el último recurso” y que las medidas para ello habrán de ser graduales y proporcionadas.
De entre las infracciones que marca la ley hay una que me causa particular desasosiego; artículo 36.4, señalada como grave: “Los actos de obstrucción que pretendan impedir a cualquier autoridad, empleado público o corporación oficial el ejercicio legítimo de sus funciones, el cumplimiento o la ejecución de acuerdos o resoluciones administrativas o judiciales, siempre que se produzcan al margen de los procedimientos legalmente establecidos y no sean constitutivos de delito”. Tantos años después nuestro sistema jurídico volvería a condenar a Gandhi. ¡Qué poco hemos aprendido! ¡Qué estrecho concepto de democracia decora las ilustres mentes de algunos!
El artículo 37 en su apartado 4 es el que da lugar a un espacio vacío de 300 € en la cartera del ciudadano arriba mencionado: “Las faltas de respeto y consideración cuyo destinatario sea un miembro de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en el ejercicio de sus funciones de protección de la seguridad, cuando estas conductas no sean constitutivas de infracción penal”.
La Ley no establece la gradación de los importes de la sanción para las infracciones leves, aunque si lo hace para las graves y las muy graves. ¿Porqué 300?, porqué no 100 ó 600. ¿Cuál es el daño generado por el colega? ¿cómo se repara? Porque hay que recordar que todo esto está delimitado por el concepto de infracción administrativa, es decir, las cuestiones penales se dirimen en otro ámbito. La Ley 30/1992, de 26de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, dice en su artículo 131.3 que hay que “guardar la debida adecuación entre la gravedad del hecho constitutivo de la infracción y la sanción aplicada” (proporcionalidad), y señala tres criterios para la graduar la sanción a aplicar: intencionalidad, naturaleza del perjuicio causado y reincidencia.
Y qué pruebas hay para determinar la infracción y la subsiguiente sanción. Ah, la Ley tiene para esto el artículo 52, que determina el valor probatorio de las declaraciones de los agentes de la autoridad. Sin embargo, la sentencia de la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo (STS 5868/2013) afirma sobre esta cuestión lo siguiente: “Respecto al valor probatorio de las declaraciones de los agentes de policía debe distinguirse los supuestos en que el policía está involucrado en los hechos bien como víctima (…) bien como sujeto activo (…). En estos supuestos no resulta aceptable en línea de principio que las manifestaciones policiales tengan que constituir prueba plena y objetiva de cargo, destructora de la presunción de inocencia por sí misma, habida cuenta la calidad, por razón de su condición de agente de la autoridad, de las mismas”. O sea, que la presunción de veracidad del agente choca con la presunción de inocencia de infractor (presunto), y es definida como declaración iuris tantum, es decir, que admite prueba en contra.
En definitiva es ésta una Ley que, en algunos aspectos, parece redactada desde una directriz peligrosa, la del ciudadano como enemigo. Se pretende resolver con medidas policiales lo que no son sino problemas sociales y esto es tomar un camino peligroso desde el punto de vista de lo que es democrático. El régimen sancionador sólo se puede entender desde la óptica del abuso de poder. Y para colmo, y esto es lo peor, al evitar la Ley la infracción penal evita el control judicial, y con él la seguridad jurídica que nos garantiza el artículo 9.3 de la Constitución, sencillamente, desaparece.
Me gusta decir al final esto de vaya por delante. En esta ocasión vaya por delante que no soy experto en Derecho, lo cual, por cierto, me equipara a los redactores de esta Ley. Vaya también por delante que en absoluto me opongo a la Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, y que estoy justo enfrente de los que hablan de ellas exclusivamente como fuerzas represivas. Por cuestiones de trabajo he tenido y vuelvo a tener mucha relación con ellas, y puedo sentirme muy orgulloso de conocer personalmente a muchos de sus miembros. Por ello, puedo afirmar sin rubor que, en promedio, entre los miembros de la Seguridad Pública no hay más descerebrados e hijos de puta que en el resto de las profesiones, a excepción, claro está, de la profesión de político, que lidera con notable ventaja este ranking.
Dicen que doctores tiene la Iglesia, y seguramente sea verdad porque en los hospitales cada día hay menos y tampoco se les ve cerca del equipo jurídico del Gobierno.