El domingo pasado (el del 2 de octubre), Javier Marías firmó una de esas columnas que me gustan leerle. Una de esas por las que me aficioné a leerle en formato prensa. Hablaba de política, uno de sus temas predilectos (aunque él reniegue de ellos como el que echa pestes del tabaco mientras se enciende un pitillo).
Realmente no quiero comentar su artículo, no en profundidad por lo menos, pero si lo voy a usar de excusa para lanzar esta entrada. En parte porque me hizo recordar lo que me gusta del periodismo. Lo que me hizo interesarme de pequeño por esta profesión, mientras que otros querían ser policías o astronautas. Cuidado con lo que se desea de pequeño. Algunos quisieron fama, popularidad y ahora son Kiko Hernández.
Pero al tema, que me pierdo por los cerros de Uzbekistán. Decía, que siempre he tenido en gran estima a los periodistas, esa clase especial de pensadores que escrutan la actualidad no sólo para presentársela a sus lectores, espectadores u oyentes, sino que algunos llegan al osado atrevimiento de analizarla, comentarla e incluso teorizarla, para que otros la entendamos o asimilemos mejor. No con sorna demagógica, de quien sabe más que tú y hace el esfuerzo de bajarse de su altar intelectual para ponerse a nuestra altura, bajuna. Sino como verdaderos intérpretes de la difusión de conocimiento, de la divulgación del saber y del estar.
Siempre he tenido a periodistas, escritores, filósofos, comunicadores, profesores, como un verdadero pilar de nuestra concepción del mundo, eslabones irremplazables de una cadena necesaria en la que todos y cada uno de nosotros formamos parte. Si nos interesamos. Si nos inmiscuimos en nuestra sociedad, en lo que nos rodea y nos pasa. Todos los que necesitamos pasar por este mundo con un poco más de criterio y entendimiento que el que le aporta el instinto a un tejón o el que le dio la naturaleza a los cantos rodados. O sea ninguno.
Decía por tanto, que la figura del periodista y el escritor, el pensador o divulgador en definitiva, siempre me ha apasionado como veraces ofertantes de información y conocimiento. Está claro que los que nos salvan la vida son los médicos y los científicos y los que nos la hacen más cómoda son ingenieros e informáticos. Es decir, que las claves de nuestra supervivencia no están en estos personajes, eruditos de nuestra historia, nuestra conciencia y nuestro conocimiento global como seres humanos.
En ese sentido, siempre he faveado (interesado, en argot tuitero, para los que no entiendan) a Juan José Millás, Arturo-Pérez Reverte, Paul Preston, Jon Sistiaga, Julia Otero, Agustín García Calvo, Iñaki Gabilondo, Maruja Torres, Angels Barceló, Vicenç Navarro, Eduard Punset, Luis Mariñas y un largo etcétera que se hace innecesario alargar.
Personas imparciales, objetivas, inteligentes, que analizan cada suceso para después comentarlo, describirlo o explicárselo a unos alumnos atentos. A ser posible, sin dejarse influenciar por ninguna tendencia, ninguna doctrina política. Los he idolatrado siempre como personajes ecuánimes que eran capaces de discernir lo correcto de lo incorrecto, para que otros más torpes, lo viesen también, sin necesidad de códigos religiosos, conductas socio-económicas o políticas varias. Simplemente porque su condición de pensadores les capacita para entender con rapidez y acierto lo que se debe hacer y lo que no.
No hablo de mandamientos, ni de códices escritos en piedra sagrada. Hablo de la simple diferencia entre lo bueno y lo malo. Para la crítica o la crónica, hace falta esa implicación objetiva. Les veo como semidioses asexuados de toda tendencia política, andróginos en cuanto a ostentar los colores de ningún partido. Liberados intelectualmente de cualquier atadura en ese sentido, salvo la racionalización de lo obvio. Pero entonces surgen nombres que me tiran todo eso por tierra, que marginan a la condición de infame terrenal el apelativo de periodista, de divulgador, de guía social en el océano hipermegasuper saturado de la comunicación y la información 2.0. Nombres como el de Pedro J. Ramírez, Federico Jímenez Losantos, Melchor Miralles, César Vidal, Juan Manuel de Prada, Alfredo Urdaci… me hacen caer en la tentación de odiar una profesión que venero tanto.
Leyendo como decía la columna de Marías, el verdadero Rey de Redonda, me doy cuenta de que se puede ser aséptico y la vez perder la objetividad. Se puede ser de los que nombres neutrales de la primera lista y caer en las torpezas de los de la segunda. Se puede explicar a la perfección eso de que “la clase política actual me da noventa y nueve patadas” y al mismo tiempo defender a uno de los candidatos actuales con el argumento (no falto de razón) de que “de lo malo, siempre se prefiere lo menos malo”.
Entonces llego a la conclusión de que no son deidades. Ni siquiera los de la primera lista son infalibles, impasibles a lo que ocurre. Ni siquiera ellos a veces se pueden callar, lo que su lógica racionalista les abuchea a voz en grito. No pueden acallar esa vocecilla interior, que les dice: “esto es así, no hay vuelta de hoja, es así, se mire como se mire”.
Si ni siquiera ellos, expertos en el análisis aséptico de lo que el sentido común dicta, pueden ser totalmente imparciales. ¿Cómo voy a serlo yo? Hay cosas que caen por su propio peso. Lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible. Y así, suma y sigue.