Leí una columna de Juan José Millás, en la última página de El País. Siempre empiezo por ahí cuando la firma es suya. Me ocurría lo mismo con Gonzalo Ortega, y me interrogaba tras su muerte, en una de mis columnas, sobre quién ocuparía aquel espacio que iba a ser difícil de llenar. Algo parecido, salvando distancias, por cercanía con Gonzalo, me pasa con Millás. Me cae bien porque expresa sus sentimientos, sin concesiones al sentimentalismo. Tampoco hace prevalecer sus ideas políticas que suelen ser causa de desapego hacia la persona. No admito que traten de convencerme de su 'verdad' ni a renunciar a la mía propia. Al leer, contrastamos nuestro modo de pensar y no escucho a quien pretende imponer sus críticas en ausencia del criticado. La discusión, que no un buen diálogo, suele colarse y no me gusta ese tipo de presión.
Juan José Millás | EL PAÍS
Leí un artículo donde expresaba incapacidad para coser un botón desprendido de una camisa elegida para asistir a un evento. Me gustó su sinceridad: puso el botón sobre la mesa, observó la situación y optó por usar otra. Deduje que vivía solo y, si tenía una persona para las faenas domésticas, en ese momento no le podía echar una mano. Incluso pensé, no sabemos nada de nuestros escritores, que podía ser viudo.
Pues bien, en la columna del 16-09-22, que titula Despistes, acabo de enterarme, así lo dice en su columna, que por esa fecha ya era viudo. Y el tema que ha escogido me parece lleno de ternura: habla de una vecina, viuda, sus hijos viven en el extranjero; vive sola. Llamó a su puerta y le devolvió un tomate que "le había prestado el martes". No era así, pero él lo tomó porque hubiera sido una indelicadeza no haberlo aceptado. A partir de ese momento, se ha iniciado un préstamo, digamos imaginario; mire, devuelvo los dos huevos que me dejó el jueves... No haberte molestado respondió la vecina, la verdad es que me vienen bien pues tengo la nevera vacía. Volvió a su piso y, mientras preparaba una ensalada con el tomate, supo que era cosa de soledad. Decidió continuar con esos pequeños préstamos que buscaban no sentirse solo, al menos durante unos minutos; y otro día en el que la vecina fue a su casa para devolverle un ibuprofeno, la invitó a café que aceptó, encantada. Evitar la soledad, es bueno.