Revista Cultura y Ocio

Esbirros

Por Calvodemora

esbirro.

(Del it. sbirro).

Esbirro (R.A.E.): 1. Oficial inferior de justicia. 2. Hombre que tiene por oficio prender a las personas. 3. Secuaz a sueldo o movido por el interés.

Esbirro (Moliner): 1. “Alguacil”. Empleado que está a las órdenes de un tribunal de justicia. 2. (n. calif.) Se aplica a cualquier empleado subalterno que ejecuta las órdenes de una autoridad particularmente cuando para ello hay que ejercer violencia; por ejemplo, policías, verdugos o agentes de consumos. Se usa mucho en sentido figurado, aplicado a las personas que sirven a otra que les paga para ejecutar violencias o desafueros ordenados por ella. 

El mundo está lleno de esbirros. Años sin escuchar esa palabra, esbirros, y la oigo en dos ocasiones y luego una tercera, ya consciente de esa constatación semántica, cuando de noche en la radio escucho que un político los tiene y hasta que están mejor pagados que él mismo. No sé si esbirro conviene a la condición del que obedece a ciegas lo que se le manda, movido por el afán lucrativo o por el ideológico, aunque no tercie la violencia que referencia el diccionario para acotar el término. Las palabras tienen su vaivén, adquieren con el tiempo extensiones físicas con las que no se contó cuando se instalaron en el acervo léxico de un pueblo; hay palabras que se desdicen continuamente, palabras que mutan sin acabar de perder del todo la esencia que las parió, palabras que se acomodan mejor a la nueva residencia que se les fija más que a la antigua, en la que languidecían, a pique de desaparecer. Está tan viva la lengua que no hay manera de que la sintamos siempre a mano: medra a su capricho, se escora, escoge la vía que más le place. 

Tiene esbirro la sonancia ruda del que está diciendo algo que le duele adentro o de lo que entiende a medias. No se es esbirro con facilidad, ni se acepta con facilidad que otros lo sean. Se imagina uno un escalafón en ese rango, el de los esbirros, una especie de concurso de méritos hasta que el candidato es merecedor de ese título. Habré sido yo esbirro, quién no, en alguna ocasión, alguna que no se trae a recuerdo ahora. Siempre hay una situación en la que se actúa al modo en que lo hace un esbirro. No habiendo prendido a nadie, en el sentido literal del término, imagino que habré seguido a alguien, cobrando a veces por ello, no se sabe en qué género la cobranza, no estoy seguro de eso,  o movido sencillamente por los sentimentalismos o por esa vaga idea del liderazgo ajeno que a veces se tiene y en la que no se desentona. Advierto, sin embargo, esbirros en abundancia, más de los necesarios, si es que se precisan, esbirros en la alta política: esbirros de patio de colegio, esbirros de la línea editorial de un periódico o de los cánticos en los estadios de fútbol o en los comités de la política o en las cofradías. Desconozco el tipo de esbirro en que me habré inadvertidamente convertido, si es que a alguno he llegado, de verdad que no podría poner la mano en el fuego. Si un tipo de sujeto ciego, juramentado, fiel o, bien al contrario, seré, en fin, el típico esbirro ocasional, de fácil captación, que colabora en un evento como se espera que lo haga y luego desaparece sin ruido, sin que nada de lo hecho le ocupe en la cabeza más del tiempo empleado en desempeñarlo o incluso sin que le afecte. En todo caso, sería un esbirro amable, no soy de gestos agresivos, ni subo el tono de voz cuando se me lleva la contraria y me buscan a la gresca, que hubo veces en que quise o me quisieron, pero algo mío lo impedía, ya digo, no sé si por educación o por falta de motivación. Soy, en definitiva, un esbirro sin cuajar todavía, que podría hasta pasar desapercibido en una rueda de esbirros. 

Está la figura del esbirro de plena actualidad. Le están rebajando todo el peso oscuro. Pronto ser esbirro será una actividad de la que presumir. Quizá malogre que no funcione más rápido la redención absoluta del término su fonética, esa doble erre sin posibilidad de maquillaje. Hay palabras que nacen condenadas. No hay manera que se las rehabilite. Ninguna posibilidad de que le perdonemos todo lo terrible que dicen. Ahora que celebramos el cuarenta aniversario de nuestra Carta Magna, me viene a la cabeza la cantidad de esbirros que hayan podido ser útiles para que al final esa declaración de principios básicos de convivencia existiera. Esbirros  que cuidaron de que nadie fuese a lo suyo antojadiza y desairadamente; esbirros que no recurren a la violencia, pero la ejercen subrepticiamente, bien por intimidación óptica o por sugerencia fonética: hay esbirros que ganan plaza por su envergadura física o por su tosquedad en el mirar. Habrán sido estos esbirros de los que hablo personal ciego, las más de las veces, del que no replica una orden, ni las procesa por si contienen algún desatino que le impida proceder con ella o contraríe algún proceder moral propio, de los que no es posible renuncia. Se les da por ciegos por cuanto no se comprende que obedezcan tan modélicamente. 

La literatura está llena de esbirros. Sancho Panza fue uno de los más nobles y ejemplares, aunque a veces no caiga uno en la cuenta de que en verdad fuese esbirro y ejerciera como esbirro y con formidable eficacia, además. Fue pacífico, por más que esta empresa requiera en ocasiones el uso de la fuerza o de la intimidación. No sabremos qué Sancho Panza tendríamos si su señor no le hubiese exigido más bravura en los lances de los caminos o, caso de que fuese necesario, si le hubiese solicitado el concurso de la violencia, a beneficio de sus andanzas caballerescas. El Quijote, como novela, es un libro de aventuras y un inventario de livianos episodios bélicos. Procede el esbirro con fe en quien le conduce. Quizá sea ese el esbirro más temible, el que desoye el tintineo de las monedas cuando caen en su bolsillo; el otro esbirro, el convencido, es el que procede con más elocuente contundencia. No me atrae el término "sicario". El sicario es un esbirro sin escrúpulos. Los sicarios, en su origen, fueron una secta judía que se enfrentó a la ocupación romana en Palestina. El sica era el puñal con el que despachaban soldados en escaramuzas callejeras de poca monta. La tercera palabra asociada es "mercenario", que eran los soldados de fortuna, pagados por el erario público para que defendieran la patria o lo que quiera que fuese sin que intermediase ninguna convicción moral o ideológica. El esbirro es un mercenario al que no se le ha presentado la posibilidad de enrolarse en ninguna guerra, pero la esencia de ambos es la misma: la de cobrar por asegurar una posición, cubrir una plaza o proteger una autoridad o, en el caso menos épico, a cualquier fulano que cree precisar protección. Siempre es más temible, por su obcecación intelectual, el esbirro que no cobra por su trabajo. Son gente que se ofrece por imperativos morales. Son el tipo de gente que defienden a muerte la salvaguarda de unos valores patrióticos y son capaces de salir a la calle y darse de hostias con cualquiera que no piense como él o, en el más alto de los casos, que ni piense como su jefe. Existe la acepción imbécil del término, en la que el esbirro obedece sin que haya injerencia alguna del intelecto y, al tiempo, sin que proceda un pago o una merced (de ahí el término mercenario, ya puestos a tirar de etimologías). 

 A lo visto hoy en día abunda precisamente este último rango, el del esbirro juramentado. Se emparenta con el zombie al que se nos ha acostumbrado por las series de televisión. Llegados a este punto de la reflexión, es de rigor recordar que todo esto no es nuevo y ya Ortega y Gasset traía la idea del hombre-masa (ahora sería mujer-masa también por requerimientos paritarios, en fin) y su adocenamiento, su reconversión en un ser pasivo, que consume lo que otros determinaron qué es lo que debe consumir (la cultura de la televisión es una bestia insaciable) y todo ello sin que duela ni que por asomo parezca que se le está vejando o humillando. Así que todos somos de un modo u otro esbirros de la cultura imperante, de la que lo impregna todo, incluyendo la alta cultura, que no es elitista ni está reservada a unos pocos elegidos o sancionados por la inteligencia o por la divinidad. Es una cultura democrática, universal, rica, considerada el verdadero alimento del pueblo, pero ay qué caro es administrarla, qué trabajo cuesta a los que están en los ministerios. De ahí la importancia de saber a quién se vota, de ahí el sagrado derecho a introducir el voto en la urna. Luego viene lo que viene. Llegan en tromba los sicarios, los mercenarios, los esbirros y se ponen a repartir estopa, estopa verbal o de la otra. Los vemos en las calles, en los mítines, en los campos de fútbol, en las colas de los supermercados, aireando sus enfados, criticando a ciegas, como zombies. No se mancomunan, no están afiliados a nada, no tienen carné. Están a lo que van o viceversa. Si pones la televisión, aparecen, sólo hace falta estar alerta, ver con detalle, no pasar por alto los detalles. En cualquier concurrencia severa de gente, hay esbirros o hay mercenarios o hay zombies. Muchos están ahí de relleno. No puedes preguntarles: oye, ¿tú por qué estás aquí? No te dirán nada o irán a trompicones en la respuesta. No les dijeron a qué iban. Sólo les dijeron que fuesen y ellos fueron. Les mueve el tumulto, la masa libre que se tira a la calle y la ocupa. Hay mucho gentío protestando, pero no saben el porqué, tampoco preguntaron. Sencillamente obedecieron, fueron, dejaron lo que estaban haciendo y se plantaron en la manifa. Los que saben a lo que fueron no los soportan. Imagino que no los soportan, espero que no los soporten. Sobre todo porque les afean los actos, los enturbian, hacen que no sirvan a su propósito. Hay gente con las ideas claras que parecen esbirros, no siéndolo. Los esbirros de verdad se ven venir de lejos, aunque no haya que defenderse de ellos. No nos asustan, estamos hechos, les hablamos, no hay nada que nos incomode, están a nuestro lado. 



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