Los versos que tejimos hace tres años años en la escalera del parque hoy son meros recuerdos evocados en cada suspiro. Hoy no sabemos nada. Murió la pubertad, aunque fue demasiado tarde. Se marchitó el veneno, nos quedamos a vivir en el umbral, me recompuse como pude (o mejor dicho, como mejor creí) y ahora: resido en la habitación del silencio mientras un cigarro de hachís aguarda en la mochila. No pude ganar todas las batallas. Es difícil pelear en un lugar donde los únicos enemigos que hay son uno mismo. Se acabó, y contra eso no puedo hacer nada. Miraré por la ventana... Maldigo al tiempo, maldigo su implacable estirpe. Te maldigo, tiempo, que nunca fuiste capaz de perdonarnos. Maldigo el reino de tus horas. El árbol está seco, nadie observa su bello y esquelético cuerpo de madera. No tienen porque guardarse de la encostillada sombra sobre la que nosotros dibujábamos espirales. Jamás necesite de las eternas noches cuando las mañanas azoraban antes de volver a casa, era el tipo de dolor que, pese todo, buscas inexplicablemente para conseguir respuestas a las que ni siquiera puedes plantear preguntas. Por aquellos días yo aun no era consciente de lo que realmente sabíamos. Tampoco había oído hablar de la torre, estaba lejos de ese concepto. Ni siquiera me planteaba pensar en torres. Fue un tiempo después cuando, tras escalar el canchal y haberme convertido en parte de su musgo, descubrí el significado del esotérico lugar. Pero, por entonces, estaba lejos de allí y yo ni siquiera me planteaba la posibilidad de que en un futuro los paisajes cognitivos que iría creando serían los mismos que un día intentarían hermetizarme. ¿Puedes imaginártelo? Imagina una habitación sin techo y sin suelo, con cuatro paredes forradas totalmente de espejos en la que solo estás tú. Tú y los mismos que fuiste hace algunos años. Tú y un sorbo de eternidad.