Revista Filosofía

Esbozos del Reino de Dios (III)

Por Zegmed

Esbozos del Reino de Dios (III)

Ahora bien, el modo en que hemos descrito el quehacer teológico configura un sentido de teología que bien podríamos llamar débil. Opuesta, así, a una teología robusta y fuerte que es la que siempre ha preponderado en la tradición, excusada en la búsqueda de la verdad y en la necesidad de claras y distintas aproximaciones. Pero, lo que nos parece interesante aquí es notar que no solo se trata de una aproximación metodológica; sino de una experiencia profundamente evangélica que podemos denominar con San Pablo, la de la debilidad de Dios: “porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres (1Cor 1, 25)”. Meditemos este versículo a la luz de lo que hemos venido diciendo.

Si el nombre de Dios implica un evento que es más una llamada que una causalidad, más una provocación que la presencia de una entidad determinada; si son así las cosas, la idea de un Dios como el ser más perfecto en el orden de la presencia, que preside todo el orden  de lo que es y de lo que se manifiesta debe ponerse en cuestión. Si entendemos las cosas de un modo distinto, dejaremos de preocuparnos por la existencia de una entidad sobrenatural que coincide con ese nombre y con las características usualmente adjudicadas a la misma. Si el nombre de Dios es principalmente lo que nos transmite un evento que lo trasciende, la preocupación del creyente deberá estar en tratar de responder a ese llamado, a esa provocación implicada en el nombre. Luego, nótese el movimiento, nos concierne responder al nombre de Dios: a nosotros nos compete responderle, no a Él[1]. “El nombre de Dios es más algo que nos llama que una entidad identificable que nosotros podemos llamar, designar” (TWG, 10).

No obstante, como advierte Caputo, no hay que desestimar la intensidad existencial de la teología del evento. La modestia de la propuesta en términos epistemológicos no implica en absoluto carencia alguna de pasión ni de vínculos con la existencia (TWG, 11). Todo lo contrario, este ejercicio hermenéutico de explicitación de pre-juicios[2] relativos a nuestra concepción de lo divino lo que hace patente es la fuerza que implica el nombre de Dios cuando se entiende este en términos de un evento sagrado que irrumpe en lo humano. Este movimiento conceptual del nombre hacia el evento es fundamental, ya que el mismo no solo supone una transformación del modo de hacer teología, sino que implica también el consecuente cambio de ciertas prácticas religiosas, se trata de un método que configura una espiritualidad. O, mejor dicho, siguiendo a Gutiérrez, han sido las nuevas formas de experimentar la religión las que han permitido la transformación del modo de hacer teología, inteligencia de la fe.

Así concebidas las cosas, entonces, hablamos de un Dios sin mayor poder, si es que poder se entiende aquí como fuerza y soberanía. En esos términos nuestro Dios es impotente. El poder de Dios es, en cambio, vocativo. Se trata de un impotente poder de provocación, un poder de solicitud, de llamado. Por lo mismo, se trata de un poder impotente desde los cánones de lo convencional: no tiene el respaldo de las armas ni de la fuerza y nada impide que simplemente nos demos vuelta y hagamos caso omiso a su llamada (TWG, 13). No tiene la fuerza para coaccionar ni para volver hechos sus llamados: es un poder impotente, no se trata aquí de la imagen ordinaria de poder como fuerza[3]. Esta es la debilidad de Dios, en esto radica el sentido de la sentencia de Pablo.

Es por todo esto, entonces, que a Caputo le gusta, en un juego de palabras retórico, claro, hablar de “religión sin religión”. Con ello, a donde apunta nuestro autor es a un tipo de experiencia religiosa que no esté limitada por una estructura metafísica fuerte que termine por ser impositiva y dogmática. Quizá en vez del giro retórico, convendría decir que lo que quiere Caputo es hablar de una religión de libertad y de genuino encuentro, una religión que suponga en verdadero ejercicio de liberación mediado por el amor y no tanto por el poder, por el perdón y no por la vocación de juzgar y condenar al otro. Una religión, habría que decir, sin las peores formas de religión que conocemos. Que nosotros, por supuesto, conocemos bien.


[1] Esto, obviamente, necesita añadidos. Si Dios se revela, hay claramente una dinámica de “respuesta” de su parte; pero esta no está enmarcada, y eso es lo fundamental, en el ánimo de una revelación conceptual que cierre dispuestas acerca de quién es el Dios verdadero o qué es la verdad. Si algo nos dice Dios de sí mismo es, justamente, que es un evento que trasciende toda categoría humana. En palabras de L-F Crespo, se trata de una revelación “misteriosa no en el sentido de esotérica e inalcanzable, sino en el sentido paulino de misterio escondido de Dios que se revela en Jesucristo, dándose a conocer para nuestra salvación y no para satisfacer una curiosidad sobre su naturaleza.

En la revelación, Dios no busca tanto decirnos alguna verdad o doctrina hasta entonces inasequible y desconocida: se dice a Sí mismo, se comunica Él mismo, se revela como «Bondad salvadora y amor a los hombres» (Tit 2, 11)”. Crespo, L-F. Revisión de vida y seguimiento de Jesús. Lima: CEP-UNEC, 1991, pp. 22-23.

[2] Insisto aquí, como lo hace también Gadamer, en que es fundamental rehabilitar el significado de “prejuicio”. Lo entiendo en este contexto del mismo modo en que él lo hace: “un juicio que se forma antes de la convalidación definitiva de todos los momentos que son objetivamente determinantes” (Gadamer. Verdad y Método. Salamanca: Sígueme, 2005. p. 337).

[3] A este respecto, conviene revisar el capítulo 11 de TWG, “‘Lazarus, Come Out’: Rebirth and Resurrection”, en el cual Caputo se detiene sobre uno de los temas que parecerían contradecir este punto, a saber, el de los milagros. El argumento central de Caputo (p. 238 y ss.) radica en no tener una interpretación literal de los acontecimientos milagrosos del texto bíblico. Se trata, sin embargo, de una precisión más fina de lo que podría pensarse. Caputo no niega la posibilidad de tales acontecimientos, de hecho esta está incorporada en lo que él llama “la pasión por lo imposible” que es uno de sus tópicos centrales y una de las cuestiones básicas implicadas en la creencia. Lo que Caputo afirma es que no hay que dejarnos engañar por una interpretación literal del texto que vea en la mera curación o resurrección el centro del milagro. Por eso distingue los milagros de meros actos de magia. El acto mágico, según indica, es cerrado en sí mismo: curada la persona, el fin de la ación ha sido alcanzado. El milagro, en cambio, esconde un evento mayor. La curación o la resurrección relatada en la Biblia es mucho más que un hecho extraño, tiene un significado narrativo, supone esperanza, transformación del corazón, etc. El riesgo, en resumen y como siempre, está en entificar el evento.

 


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