Revista Filosofía

Esbozos del Reino de Dios (IV)

Por Zegmed

Esbozos del Reino de Dios (IV)

III

Hablar del mundo para hablar del Reino de Dios

Quisiera terminar esta breve presentación planteando algunas ideas finales que se coligen de lo conversado hasta aquí. El tema que he elegido para organizar estos comentarios de cierre es el del Reino de Dios, un tópico de importancia central para los proyectos teológicos de Gutiérrez y Caputo.

La preocupación por hablar de Dios lleva de modo directo a hablar de su Reino, que como digo, es un tema que ambos autores han trabajado con ahínco. Cómo sea un mundo configurado según las características del Dios del que hemos tratado de hablar es una cuestión determinante para el discurso religioso. Sobre todo para uno que, como hemos propuesto, esté concentrado en la experiencia humana y no tanto en los supuestos de una razón desvinculada que concibe a Dios como un ente sobrenatural, más cercano a un argumento filosófico que a una persona. Es el famoso tema de la onto-teología.

En este contexto, Caputo gusta hablar del Reino de Dios a partir de un concepto muy interesante: la sagrada anarquía. Para él, el Reino de Dios es el auge de la contradicción y del más sagrado y santo caos: amor al enemigo, últimos que se vuelven primeros, subversión del orden jerárquico establecido, reconstitución de lo sagrado, muerte de Dios. Este es el Reino que resultaba necedad a los gentiles, la locura de la cruz. Es esta la racionalidad detrás del evento. En ese sentido, y siguiendo lo dicho en el apartado anterior, “el Reino de Dios pertenece a la esfera de la invitación, de la invocación, a la poética de la proclamación, del kerygma. El Reino es proclamado en narrativas cuya verdad no es mesurada por los estándares de la exactitud historiográfica, de la verdad como correspondencia o adaequatio, para el Reino, el significado de la verdad es facere veritatem. La verdad del evento es un hecho, algo que hacer, que traducir en la carne de la existencia. Estar en la verdad significa ser transformado por un llamado, el haber sido convertido, el haber recibido un nuevo corazón[1]” (TWG, 16). La sagrada anarquía del Reino de Dios, implica, entonces una profunda transformación respecto de nuestras formas convencionales de comprender el mundo. Es lo que en la tradición cristológica se conoce con el término del “signo de contradicción”: el que es del Reino subvierte el mundo. Hay que tener cuidado, sin embargo, pues no se trata de un llamado a la anarquía en el sentido convencional, tampoco. Enmarcar el Reino de Dios en el concepto de una sagrada anarquía sólo tiene sentido si se lee el asunto de un modo comprehensivo y si se tienen en cuenta las anotaciones previas en relación al nombre y al evento. Pero la mala interpretación siempre será el riesgo de las afirmaciones poéticas y retóricas: ellas esconden eventos y estos nunca son tan sencillos de interpretar.

Todo esto, me parece, para volver a Gutiérrez, se pone en gran sintonía con muchas de las más importantes preocupaciones de la teología de la liberación. Si uno lee la obra de Gutiérrez con cuidado, notará que no hay en ella un interés superficial por el problema de la pobreza y de la injusticia, solamente. Esa ha sido una interpretación interesada que muchos “lectores” han hecho de sus textos. Lo cierto, es que Gutiérrez ha querido siempre ir más allá de la cuestión meramente política o social. El problema de la salvación cristiana y del advenimiento del Reino de Dios ha sido, por tanto, fundamental. Se trata de un cambio profundo en el corazón del ser humano que echa sus raíces en la tierra, pero que extiende las manos hacia el cielo. Por eso afirma Gutiérrez que su teología no supone ningún horizontalismo que elimine el carácter genuino del encuentro con Dios.

En ese sentido, el problema de la teología de la liberación ha sido siempre un problema clásico, a saber, cómo poner en relación la fe y la existencia humana, la fe y la realidad social o, en otras palabras, la relación entre el Reino de Dios y la construcción del mundo (TL, p. 120). Se trata, además, de una cuestión interesante y compleja en la cada vez más sólidamente sedimentada edad secular en la que nos encontramos. Construir el Reino en este mundo es una demanda muy antigua de la cristiandad; no obstante, la novedad de la teología de la liberación ha consistido en hacerlo con la mirada atenta a la experiencia de Dios de la gente que en el contexto de nuestro continente, además, conserva la fe en medio de una pobreza y exclusión que casi no se ven en otras partes del mundo. Beber de su propio pozo es eso, precisamente, atender a las experiencias de Dios que hombres y mujeres viven y de las cuales dan testimonio en su fe y esperanza infatigables. La tarea ha sido configurar una teología que nos enseñe a hablar de Dios para esa gente y, sobre todo, a partir de esa gente. Eso ha supuesto un notorio cambio de énfasis del discurso teológico, un cambio que, con otras categorías, está implicado también en la deconstrucción del nombre de Dios planteada por Caputo. La finalidad ha sido común: aprender a vivir a partir de la eclosión de sentido que supone contemplar el evento transformador del Dios que se revela y se hace carne. Liberado el evento, se liberan también sus consecuencias: la opción preferencial por el pobre, el perdón, la esperanza, la apertura de corazón, en suma, la gratuidad del amor y la subversión del orden que esta implica. En palabras de Caputo, se despliega la sagrada anarquía.

Termino, entonces. ¿Cuál es el futuro de la religión?, ¿cuál el de la filosofía que de ella se ocupa? No lo sé, en realidad no hay como saberlo. Lo que sí les puedo decir es cómo me resulta casi impensable ese futuro. En primer lugar, me parece que no podemos pensar la religión sin una preocupación seria por los hombres y mujeres de fe. Hacerlo supondría un ejercicio desconectado que, en absoluto, implicaría el fin de la experiencia humana de la creencia, pero sí, probablemente el de la vigencia de aproximaciones verticales que ven el fenómeno desde la cúpula de un convento, como pretendiendo ser ingenuos arquitectos de una fe que desconocen. Para no caer en este vicio, creo que las herramientas teóricas ofrecidas por Gutiérrez y Caputo son fundamentales. Por un lado, poner énfasis en la deconstrucción y en la hermenéutica del evento; por el otro, hacer una inteligencia de la fe, no una teoría sobre cómo la fe deba ser: reconocer la preeminencia de la contemplación y la acción frente a la construcción teórica.

En segundo lugar, conviene, como sugiere Charles Taylor[2], notar que no estamos más en un momento histórico en que el discurso religioso sea privilegiado. En ese sentido, la religión se ha convertido en una opción entre tantas otras y, a partir del reconocimiento de ese hecho, la filosofía de la religión está obligada a hacerse preguntas importantes. Esas preguntas, me parece, deben estar concentradas en temas que nuestros autores han tocado con particular inteligencia: la desigualdad, la pobreza, los juegos de poder ocultos tras el manto sagrado, la tolerancia religiosa, entre otros. Escuchar lo que Caputo y Gutiérrez tienen que decir a este respecto representa una vocación urgente, ya que resituar el discurso teológico nos permite recontextualizar sus alcances en nuestro tiempo secularizado y, así, redirigir la mirada hacia problemas que hace pocos siglos no eran relevantes.

Finalmente, hay un elemento más que tiene que ver con la permanencia de lo religioso aún encontrándonos en una edad secular. Frente a esa permanencia existe el legítimo derecho de ocuparse de otras materias tanto teórica como prácticamente, pero lo cierto es que algunas personas deben también pensar la problemática religiosa. Muchas cosas podrán pasar, pero las demandas religiosas de los seres humanos, con sus múltiples transformaciones, parecen permanecer. En ese sentido, aprender a hablar de Dios, sea lo que esto signifique, es un tarea importante y difícilmente eludible. Creo que la teología del evento de Caputo nos ofrece una muy trabajada y pertinente entrada para hacerlo. Y si tenemos en cuenta que la propia teología del evento es concebida por Caputo como una teología de la liberación[3], creo que la remisión a Gutiérrez se hace también necesaria. Y si todo esto es así, si Caputo mismo nos conduce a Gutiérrez, quizá convenga terminar esta presentación citando aquello que el mismo Gutiérrez nos recuerda después de 434 páginas de elaboración teológica:

“Hay que cuidarse de no caer en la autosatisfacción intelectual, en un tipo de triunfalismo hecho de eruditas y avanzadas “nuevas” visiones del cristianismo. Lo único realmente nuevo es acoger día a día el don del Espíritu que nos hace amar en nuestras opciones concretas por construir una verdadera fraternidad humana, en nuestras iniciativas históricas por subvertir un orden de injusticia, con la plenitud con que Cristo nos amó. […], podemos decir que todas las teologías políticas, de la esperanza, de la revolución, de la liberación, no valen un gesto auténtico de solidaridad con las clases sociales expoliadas. No valen un acto de fe, de caridad y de esperanza comprometido —de una manera u otra— en una participación activa por liberar al ser humano de todo lo que lo deshumaniza y le impide vivir según la voluntad del Padre” (TL, p. 434).


[1] Puede verse la sintonía de esta postura con el siguiente pasaje de Gutiérrez: “«Hacer la verdad» como dice el evangelio adquiere así una significación precisa y concreta: la importancia de actuar en la existencia cristiana. La fe en un Dios que nos ama y que nos llama al don de la comunión plena con Él y de la fraternidad entre nosotros, no sólo no es ajena a la transformación del mundo sino que conduce necesariamente a la construcción de esa fraternidad y de esa comunión en la historia. Es más, únicamente haciendo esta verdad se veri-ficará, literalmente hablado, nuestra fe. De ahí el uso reciente de término, que choca todavía a algunas sensibilidades, de ortopraxis. No se pretende con ello negar el sentido que puede tener una ortodoxia entendida como una proclamación y una reflexión sobre las afirmaciones consideradas verdaderas. Lo que se busca es equilibrar, e incluso rechazar, el primado y casi exclusividad de lo doctrinal en la vida cristiana; y, sobre todo, el esmero —muchas veces obsesivo— en procurar una ortodoxia que no es, a menudo, sino una fidelidad a una tradición caduca o a una interpretación discutible. Más positivamente, lo que se quiere es hacer valer la importancia del comportamiento concreto, del gesto, de la acción, de la praxis en la vida cristiana” (AP, p. 15).

[2] Taylor, Ch. Op. Cit. p. 3.

[3] Cf. la nota 25 de “A Concluding Prayer” (TWG, p. 340).

 


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