Revista Cultura y Ocio
Imagen de uso libre de Pixabay Había dormido mal y tenía el estómago revuelto. Su vida había dado un vuelco hacía apenas un puñado de horas. Justo cuando descubrió que su mujer le estaba siendo infiel. El teléfono móvil olvidado por descuido sobre el aparador, con esos mensajes… Imposible no echar una mirada furtiva a su contenido. Y allí estaban las pruebas de todo: esas frases llenas de guiños de complicidad con un hombre que no era él. Planes para hacer cosas juntos. Palabras de amor. Todo demasiado evidente. ¡Cómo pudo estar tan ciego!
Estaba claro que esto suponía el fin. Él no era el culpable de aquella situación. Eso era evidente.
Últimamente la comunicación no había sido buena. Algún desencuentro también; pero era imperdonable la traición.
Dirigiéndose al trabajo, Takahiro condujo su vehículo distraído y confuso, de forma mecánica, como un robot programado, sin reparar demasiado en lo que ocurría a su alrededor, sin apenas mirar por el espejo retrovisor, porque la cabeza la tenía llena tan solo de una pregunta que quedaba allí, solitaria, resonando una y otra vez, machaconamente, como un maldito eco: por qué, por qué, por qué…
Luego dejó el coche en el parking del edificio y tomó el ascensor hasta la planta donde estaba su oficina. Todo de forma automática. La vista se ocupaba de guiarle sin necesidad de que su cerebro se encargara de otra cosa que no fuera el monotema, las preguntas que una y otra vez le martirizaban, como una obsesión: por qué yo, qué hice mal, cómo no me di cuenta antes… Un sudor frío se apoderó de él. Llevaba sin dormir y sin probar bocado demasiadas horas. Sentía mareos. Por momentos parecía desfallecer. Debía tener un bajón de azúcar y, seguramente, la tensión por los suelos. Por eso, cuando empezó la sacudida y todo el edificio comenzó a temblar, las sillas desplazándose, los montones de folios resbalando de las mesas al suelo y la gente gritando presa del pánico, buscando una salida a la desesperada, Takahiro se apoyó un instante en una mesa para no perder el equilibrio y llegó a pensar que el epicentro del terremoto estaba tan solo bajo sus pies, que todo se tambaleaba, las mesas, los ordenadores, su propia vida… debido a ese cataclismo personal que estaba viviendo en primera persona.
La sacudida sísmica alcanzó la magnitud 7,2 en la escala de Richter.
Al día siguiente, opinaba al respecto un prestigioso experto:
“Los efectos del terremoto en las zonas próximas al epicentro dependen de la duración, de la profundidad, del grado de ocupación humana, de la calidad de las edificaciones y de las condiciones geológicas, dado que algunos terrenos son extremadamente sensibles a este tipo de fenómenos y su respuesta es más inestable en unos casos que en otros.”