Muere febrero, el único mes sensato del calendario (salvo en los años bisiestos), y el fin de semana no tiene más remedio que poner un pie en marzo si no quiere quedarse cojo. Estos días soleados a finales del invierno suelen ser soberbios para la moto, quizá los mejores del año, así que echo una camisa en la mochila, el portátil que no falte, y pongo rumbo al este sin otro criterio que alejarme del mundanal ruido. Ya en ruta, Dios dirá.
Es la carretera, antes que mi voluntad, la que nos guía a Rosaura y a mí, la que nos lleva e indica el rumbo en cada cruce. Me desvío de la N-II en Alcalá de Henares, donde contribuyo a luchar contra los abusos de las petroleras repostando en la gasolinera cercana más barata (hay varias apps para eso, muy recomendables), y la primera cerveza cae en Pozo de Guadalajara, en un soleado bareto junto a la carretera. Desde allí, Armuña de Tajuña y luego hacia el sur, hacia Pastrana, porque el nombre me ha sonado familiar; ¿no hay una calle así en Madrid, Duque de Pastrana? ¿O es una estación de metro cerca de mi barrio?
La villa de Pastrana
Nueve siglos hace ya que el rey Alfondo VIII entregaba la que por entonces era sólo una pequeña aldea a la naciente y guerrera Orden de Calatrava, cuyos monjes-caballeros la engrandecieron con donaciones y privilegios hasta que, dos siglos más tarde, obtuvieron para ella el fuero de villazgo; y a partir de ahí se comienza en 1369 la construcción de una muralla que rodeará y fortalecerá la población, esta que hoy aún conserva su color de piedra y un fuerte sabor castellano. Ciudad medieval, instantánea del tiempo pasado, diría Cela de ella en su Viaje a la Alcarria.
Dejo la moto a la entrada y me interno a pie por el seductor laberinto de callejuellas para mejor percibir su espíritu. Y mientras voy descubriendo Pastrana, doy en pensar que, si no fuera por la nobleza, ni de casualidad se conservaría el pueblo así, casi igual que fue antaño. Es un tesoro urbanístico que principalmente a sus duques –y a la denostada Iglesia, también– debe el haber preservado su belleza rústica y su legado histórico por los que hoy es conocida, del turismo visitada. El campesinado suele –¡ay!– ignorar el valor de su propio entorno.
Fuente de los Cuatro caños
El primer rincón al que me llevan mis pasos es la placita que alberga la fuente de los Cuatro caños, con sus cuatro mascarones en relieve hacia los puntos cardinales, bajo la presencia protectora (bastante más moderna) de una Virgen.
Pero en seguida me daré cuenta de que la construcción principal del pueblo, que domina el casco urbano y lo llena de sentido –incluso antes que el palacio ducal, en la plaza de la Hora que Cela inmortalizó– es la adusta colegiata de la Asunción, cuyo pináculo asoma sobre el mar de tejados desde casi cualquier sitio; edificio que es, con diferencia, el monumento de orden religioso más relevante de la villa.La Colegiata de la Asunción domina los tejados de Pastrana
Nacida como simple iglesia parroquial de los caballeros calatravos a finales del s. XIII, adquirirá la categoría de colegiata al convertirse en sede de un cabildo de clérigos que instituye en 1569 Ruy Gómez Silva, recién nombrado duque de Pastrana, con idea de que ésta alcance mayor notoriedad. Posteriormente, la iglesia fue objeto de varias ampliaciones y reformas, la más importante a cargo del hijo de aquél: el arzobispo fray Pedro González Mendoza, nacido Fernando Silva Mendoza.
Entrada lateral de la Colegiata
En cierto modo, conocer la historia de la Asunción es conocer la de Pastrana y sus importantes personajes, pues una y otra corrieron parejas durante una época decisiva. Al casar doña Ana Mendoza Cerda, la célebre princesa tuerta de Éboli (cuya abuela había comprado la villa a la Corona), con el mentado duque Ruy Gómez, a la sazón secretario real de Felipe II, juntaron entrambos títulos y fueron los primeros duques de Pastrana y príncipes de Éboli, gracias a cuyo maridaje conoció el pueblo su mayor esplendor: se fundan la colegiata y dos conventos carmelitas, uno de los cuales jugaría un papel decisivo en el destino de la princesa.
Convento de San José, fundado por Sta. Teresa
Según profundizo en la historia local, indiscernible a veces de la leyenda, voy hallándola más fascinante. Resulta que el convento de San José –vieja estampa tradicional y extrema simplicidad carmelitana– fue fundado en 1569 por Santa Teresa de Jesús y la princesa de Éboli, dos singulares mujeres cuyo choque sería inevitable. Años después, al morir de súbito el duque (año 1573), en un acceso de dolor Ana Mendoza se enclaustró en el convento, para disgusto –dicen– de la priora; pero, pues que exigió fueran cumplidos sus derechos fundacionales (oración continua por el fallecido duque) por encima de la regla de la santa, ésta dispuso que las demás monjas abandonaran aquél, cosa que –cuenta la leyenda– hicieron en secreto, marchándose una noche camino de Segovia.
Herrumbroso y olvidado crucifijo
Hago una pausa en mi recorrido turístico para tomarme un vermú casero –exquisito– en una añeja taberna, muy pequeña, situada en un rincón de la plaza de la Hora, junto al palacio ducal. El tabernero es un hombre afable, servicial y charlatán que me ilustra, entre otras cosas, sobre la feria apícola de Pastrana, al parecer la más importante de españa. También me enseña algunas fotografías del aspecto, verdaderamente rural, que tenía el bar antes de la reforma y que me recordaron a aquellas bodeguitas antiguas que había en los pueblos de mi sierra Morena.
Otra vista de la colegiata de la Asunción, sobre una casa en ruinas
Sola que se vio en el convento la princesa, lo refundó al año siguiente para monjas franciscanas (que permanecen hasta nuestros días), con las que profesó su hija Ana tras haberse ocupado de la madre durante los once largos años que duró su penoso cautiverio en las habitaciones del propio palacio, donde Felipe II la había mandado recluir cuando conoció sus intrigas. Y allí murió la princesa prisionera en 1592.
Colegio de San Buenaventura
Mi paseo de exploración me lleva también junto a la fachada del hoy cerrado y triste albergue de San Buenaventura, que fundó en 1628 el arzobispo, hijo de los duques, para los niños que debían participar con sus cantos en las ceremonias religiosas de la colegiata para darles mayor esplendor, y mejor honrar así la memoria de sus padres.
Un callejón evocador
Pero mi visita a Pastrana no acaba en la contemplación de sus monumentos o en familiarizarme con su historia, sino que continúa con un paseo tranquilo, la percepción alerta, por sus callejas y rincones, lugares anónimos que contribuyen mucho al encanto de esta villa que, si principesca por su historia, es luego campesina y letrada, carmelita y artesana por sus cuatro costados. Así, la recorrer calles como el Vergel, el Altozano o el Heruelo, descubre el viajero un Pastrana estrecho, rural y costumbrista.
El bajo Pastrana, un barrio más pobre y campesino
Detalle costumbrista
Los caballeros de la orden de Calatrava, la princesa Ana Mendoza, el duque Ruy Gómez, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz, el arzobispo fray Pedro, y mucho después Camilo José Cela: todo un elenco de personajes se concitaron a lo largo de los siglos, dotando de fama y renombre de este pueblo señorial; el mismo señorío que quisieron rechazar los pastraneros cuando la abuela de doña Ana compró la villa a la Corona, y de no ser por el cual ahora sería sólo una localidad más, afeada –como la mayoría– por el pobre gusto reformador popular de que tantas muestras hay por la geografía española.
Un callejón del Pastrana más humilde
Dejo entonces durante un rato sus callejones y salgo al campo, para tomar distancia y ganar una vista aérea ascendiendo por el empinado camino que, jalonado por un vía crucis, asciende hasta la pequeña ermita del Calvario, en la coronación de una colina cercana. Me servirá, además, este trabajoso paseo como cuota diaria de ejercicio, que procuro no falte en mis viajes.
Desde la ermita del Calvario, emate del via crucis sobre la colina, velando por la villa ducal
De regreso al pueblo, compro algunos productos locales: un tarro de miel de romero (muy rica, aunque no le hace sombra a la mil flores de mi pueblo) y unos deliciosos polvorones artesanos de curiosa forma cilíndrica.
Tiendecita de productos locales
Entre idas y venidas, subidas y bajadas, lecturas y compras, se me ha ido la tarde. No es hora ya de continuar la ruta, así que decido pernoctar en Pastrana. Me atienden bien en el hotel Mayno, un hospedaje económico y decente junto a la carretera con una hermosa vista hacia el barrio nuevo, que ya no lo es tanto. El dueño, un hombre bastante agradable, me recomienda un sitio donde cenar: se llama el Cenador de las Monjas.
El barrio nuevo de Pastrana
Pero aún es pronto, porque hasta las nueve no abren, así que me da tiempo a apurar todas las calles del pueblo, donde encuentro curiosos detalles y rincones. Por ejemplo un monumento al día del Mar, el ancla de un navío que sorprende en tierra tan lejana a cualquier costa.
Monumento al día del Mar
O bien este otro, superviviente intacto de una época naufragada, o mejor dicho asfixiada por los complejos y la intolerancia de un tiempo político como el nuestro, donde una ideología parece haberse impuesto como la única aceptable y legítima.
Placa homenaje a los caídos por España
El Cenador de las Monjas es un lugar en verdad emblemático e inolvidable, con un servicio además atento y con clase. Se trata del mismo ámbito que fue comedor de monjas, del que conserva la arquitectura, la sobriedad y –algo muy meritorio por lo que tiene de trabajoso, por experiencia lo sé– la baldosa original de barro cocido.
El Cenador de las Monjas
Dejándome aconsejar, me dio el camarero a elegir entre unas migas pastraneras o unas gachas con secreto ibérico, y me decidí por las primeras. No me decepcionaron, pero confieso que, con torreznos y dos huevos fritos que venían, quedé tan lleno que no me las pude acabar. Me ganaron la partida. Eso sí: de haberlas hecho yo, les habría puesto menos pimentón; pero es que en la Alcarria se pirran por esta especia.
Palacio de los Duques de Pastrana
Es temporada baja y las calles del pueblo, más bien solitarias, me devuelven el eco de mis pisadas agrandado por el silencio. Paso por última vez frente al palacio ducal, cuyos muros aún guardan los secretos de las vidas nobiliarias que albergaron. Rosaura, mi moto, ha quedado haciendo guardia a la puerta del hotel, y a la mañana ella sabrá –que yo no– a qué otro rincón de España quiere llevarme en esta escapada.
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