Fue en una Semana Santa cuando decidí conocer Lisboa. Cogí el coche para recorrer los más de 600 kilómetros que separan Madrid de la ciudad del Tajo. Sin duda, el viaje mereció la pena. Lisboa me encantó desde el primer momento en el que el Cristo Rei me daba la bienvenida antes de cruzar el río sobre el Puente 25 de abril, cuyo parecido con el Golden Gate de San Francisco es increíble.
Mi hotel estaba cerca del Parque de las Naciones y del moderno Puente Vasco da Gama. Una zona un poco lejana del centro para ir andando, de modo que volví a coger el coche para comenzar mi visita. Pero fue una misión imposible. Desesperada, di media vuelta y opté por el transporte público. Y es que Lisboa no es un buen lugar para conducir: es imposible aparcar y los lisboetas conducen ¡como locos!
Desde la estación de Oriente fue fácil coger la línea de metro que me llevaría al corazón de la ciudad. Un consejo: si sois varias personas, no compréis un billete de 10 viajes para compartir. Sólo es válido para una persona. Yo me di cuenta después de pagar, y no fui la única: más de un español se quedaba con cara de tonto cuando los torniquetes no admitían el segundo pase del billete.
Otra opción es comprar la tarjeta “7 colinas”, que además te permite subir a los populares tranvías lisboetas. No te pierdas las rutas más populares que te llevarán a las principales atracciones turísticas, como la histórica línea 23, la 28 o la 15 que te lleva a Belém. Sube y disfruta de las vistas, pero ten cuidado con los carteristas. Los tranvías se llenan de tanta gente que meter la mano en bolsillo ajeno es pan comido.
Al igual que Roma, Lisboa está construida sobre siete colinas cuyos miradores ofrecen unas vistas espectaculares de la ciudad y del Tajo. El elevador de Santa Justa, cercano a la bonita plaza del Rossio; o el castillo medieval de San Jorge son otros dos enclaves para observar el horizonte luso y tomar unas fotografías inolvidables. Eso sí, prepárate para subir cuestas y andar por calles empedradas.
Pero si hay algo que me encantó de esta ciudad portuguesa fue el barrio de Belém. Si el tiempo te acompaña, desde el centro puedes dar un agradable paseo junto a la rivera del río. Yo no tuve suerte, y ese día amaneció lloviendo, así que cogí el tranvía amarillo número 15 en la Plaza del Comercio para evitar el chaparrón. El enorme Monumento a los Descubrimientos de 52 metros de altura, la Torre de Belém, y el Monasterio de los Jerónimos me estaban esperando a mi llegada.
Tras visitar estas joyas arquitectónicas, no podía dejar Lisboa sin pasarme por la fábrica de los Pastéis de Belém. Descubrí estos dulces hace años gracias a un compañero portugués que acostumbraba a traer cajas de estos riquísimos bollos de crema cada vez que nos visitaba. Los traía tan recientes que el hojaldre aún estaba caliente y crujiente. Probarlos es toda una experiencia y no podía perder la oportunidad de catar los auténticos.
Se dice que la receta original es secreta y su crema y hojaldre se elaboran a puerta cerrada durante dos días, en la llamada oficina del secreto. Las primeras manos que amasaron este dulce fueron las de las monjas del Convento de los Jerónimos. Su receta pasó al empresario Domingos Rafael Alves, cuyos descendientes llevan hoy la pastelería Casa Pastéis de Belém, abierta a pocos metros del Monasterio en 1837. Esta pastelería elabora al día más de 10.000 pastelitos y tiene ¡un récord de 55.000!
Después de esperar la cola para llevarme a casa un par de cajas de pasteis, me topé con un bonito tranvía rojo aparcado a la entrada de la pastelería. Era distinto a los demás, parecía una reliquia. Me asomé por una de sus ventanas y vi que todo su interior de madera. Mi sorpresa fue que se ponía en marcha para iniciar su ruta hacia el centro. No dude ni un segundo en subirme y dejarme llevar por una ciudad cuyas luces comenzaban a iluminarse.