Revista Cultura y Ocio
Los latidos de su corazón resonaban en su pecho con el clamor agorero de un estruendoso batallón de combate que conociera de antemano su sino funesto.
Las manecillas del reloj emitían su perpetua letanía de segundos y minutos devorados, consumiendo el oxígeno enrarecido de la claustrofóbica habitación que, de pronto, parecía gélida como el ambiente luctuoso de un sepelio.
El sonido del silencio jamás le había parecido tan abrumador. Las paredes se comprimían lentamente y el techo era más bajo, se desplomaba sobre los restos lacerados de su agónica espera.
El tiempo discurría como un cauce radiactivo que absorbiera sus esperanzas en su malévolo trayecto hacia el infinito, donde acababan vertiéndose, como escombros de un sueño despedazado, sus anhelos desesperados de volver a besar el rostro de su preciosa hija, Yula.
El teléfono proseguía sumido en un letargo invernal de moribundo terminal.
Una llamada redentora salvaría la vida de su pequeña...
Podía imaginarla, aterrorizada, acurrucada en el suelo como un ovillo trémulo, con esos inmensos ojos azules como lagunas rebosantes que anegaran de lágrimas sus mejillas.
Los secuestradores la retenían en una especie de túmulo subterráneo habilitado como una mazmorra medieval.Le habían prometido que la liberarían tan pronto como tuvieran en su poder el codiciado botín: joyas, dinero en metálico; toda una vida de ahorros permutada en un instante por volver a abrazar a Yula.
El aborrecimiento quiso formar parte de sus plegarias e invocó el nombre de Mateo, su amante, ese rufián abyecto, confabulado con los canallas que habían secuestrado a su hija para mercadear con su vida a cambio de un puñado de alhajas.
Mateo le había rebanado el corazón con su perfidia imperdonable. Su impostura y postiza lealtad sólo había pretendido durante tantos meses descerrajar su voluntad para obtener su confianza y, después, regurgitar sus restos inútiles en el arcén del desengaño y el desamor.
En estos precisos instantes, los extorsionadores, que habían sumergido su hogar en un conjuro de adormecimiento diabólico y aparente calma, debían estar desvalijando la caja fuerte de su fastuoso palacete turolense de Paraíso Alto.
Damián, su marido, ese extraño de recovecos recónditos con quien había compartido fugaces momentos de felicidad y trombas de aciaga soledad, estaría ausente durante todo el fin de semana, embarcado en recurrentes viajes de negocios que siempre revertían en ingentes ganancias y aromas femeninos, impregnados en sus impecables trajes de etiqueta de corte italiano.
Una sola llamada a la policía, a su nómada esposo o a alguno de los allegados y amigos, esos petimetres advenedizos que siempre acudían a su encuentro cuando la fragancia del dinero invadía sus pituitarias, y Yula aparecería a la mañana siguiente en primera plana de todos los rotativos nacionales.Mateo no mentía: todas sus alhajas a cambio de volver a ver el rostro de su hija.
El espectro del membrete sensacionalista fue suficiente para imaginar una esquela, con el nombre de su pequeña rubricado en una epístola póstuma.
Entonces, esa imagen demudó su piel desbrozada por otra mucho más dulcificada y evocadora de dichosas remembranzas:
(…Yula estaba en la cocina, con su pijama rosa de ositos amarillos, contándole confidencias a su muñeca preferida: Pitusa.Tenía el rostro embadurnado de chocolate y sus manitas, sumergidas en un tazón de cereales con galletas de praliné…)
(…Vannya la observaba desde el umbral, entre fascinada y enojada, debatiéndose entre la reprimenda o estrecharla entre sus brazos para comérsela a besos. Su hija la miró un instante, con esos increíbles ojos suyos que parecían contener toda el agua del Mediterráneo en sus cuencas, y le contó que había tenido un sueño maravilloso…)
En su sueño, Yula era una astronauta, y en uno de sus viajes siderales le traía a su madre mil millones de estrellas, para que le hicieran compañía cuando se sintiera sola.En ese momento, el quebradizo puente colgante de sus emociones se desplomó como una plataforma antediluviana y decrépita y comenzó a sollozar.
Entre los velos líquidos de su llantina inconsolable, vio la forma inerte del teléfono, remoto como una quimera inalcanzable, que le negaba la misericordia y sólo le ofrecía horas eternas de espera e incertidumbre.
Vannya daría toda su vida por una llamada que le devolviera a Yula, su pequeña princesa de mirada lapislázuli.El universo comenzó a rotar en la lúgubre habitación, que parecía un mausoleo ancestral. Los muebles oscuros y sobrios tenían rostros desencajados por la mofa. Se reían a mandíbula batiente de su pesar, de su desdicha.
Notó como su corazón se expandía, desgarrando la piel, atravesando la gruesa tela de su jersey azul, latiendo débilmente sobre su negra minifalda...
Entonces, el teléfono sonó y la luz de la alborada iluminó el rostro de Vannya. Escuchó su voz, que sonaba como un coro angelical, que decía que volvía a casa. Comenzaba un nuevo día; una nueva vida para Vannya y su princesa de mirada lapislázuli.