El hecho de que en los campos de concentración existieran prostíbulos era un hecho que permaneció oculto durante mucho tiempo. Hasta que en 1972 Heinz Heger publicó un libro en el que se hablaba del asunto y durante la década de los 90 surgieron diversos libros con testimonios sobre las experiencias de algunas supervivientes que fueron obligadas a ejercer como prostitutas en los campos.
Las mujeres procedían de los países ocupados, un gran número de la misma Alemania y casi todas fueron a parar al campo de Ravensbrück, desde donde eran transferidas a otros campos. Estas mujeres, de poco más de 20 años, debían llevar cosido un triangulo negro que las marcaba como asociales. La clasificación de asociales, desde 1938, incluía a mendigos, prostitutas y gitanos, entre otros. La mujeres que tenían lazos políticos considerados sospechosos o que tuvieran relaciones con judíos o que cambiaran muy habitualmente de trabajo tambien eran incluidas en esta categoría.
Se tiene constancia de que el Reichsführer-SS Heinrich Himmler ordenó crear prostíbulos hasta en diez campos diferentes. El primero de ellos abrió sus puertas el 11 de junio de 1942, en Mauthausen y el último, en 1945, el de Mittelbau-Dora.
Los burdeles, creados para incentivar el trabajo de los prisioneros que producían armamento, se instalaban en barracones especiales, llamados Sonderbaracke. En estos barracones contaban con un dormitorio para las mujeres, un aseo con bañera y habitaciones individuales para recibir a los hombres. En el caso de Auschwitz era el barracón 24, donde llegó a haber hasta 21 mujeres trabajando a la vez.
Cuando llegaban a Ravensbrück, las mujeres eran seleccionadas por los SS que les prometía que después de 6 meses serían liberadas. A las elegidas se las bañaba y vestía con ropa de calle, para dar más normalidad y se las alimentaba para que estuvieran más saludables. Por supuesto, ninguna de ellas podía ser judía.
El funcionamiento del prostíbulo estaba perfectamente organizado. Los reclusos que ganaban un vale para entrar en el barracón, pagaban al oficial de las SS y antes de entrar, pasaban una revisión médica. Posteriormente entraban en un sorteo para establecer el orden en el que pasarían a las habitaciones. Cada 15 o 20 minutos se hacía sonar una campana para que salieran. Todas las habitaciones tenían una mirilla por donde los guardias podían ver lo que sucedía dentro. Tambien se llevaba un registro de cada usuario.
Frau W., una de esas mujeres, cuenta:
Nos dijeron que estábamos en el prostíbulo, que éramos afortunadas. Que volveríamos a comer bien y tener suficiente agua. Si nos comportábamos y cumplíamos nuestro deber, no nos pasaría nada.Frau W. recibía hasta 5 hombres cada hora. Mientras los guardias que las vigilaban lo veían todo y se reían de ellas. Algo que para Frau W. era tremendamente doloroso. Aunque para su suerte muchos de los hombres que la visitaban tan solo querían conversar, tener compañía.
Esta mujeres solían ser envidiadas por otras internas, debido a que tenían mejor comida y un mejor trato por parte de los guardias. Pero no era tan fácil. Los abusos a los que fueron sometidas la internas eran extremos. Eran sometidas a una esterilización y si quedaban embarazadas se la obligaba a abortar.
Sin cumplir la promesa que se les había hecho eran devueltas a Ravensbrück, totalmente deshechas, con su cuerpo roto y una mirada sin vida. Sin esperanza.
Acabada la guerra, todas estas mujeres fueron olvidadas al no ser consideradas como prisioneras sometidas a trabajos forzados, ya que algunas de ellas se dedicaban anteriormente a la prostitución o que lo hacían "voluntariamente". Muy pocas atrevieron a contar su terrible y traumática experiencia, la mayoría ha optado por el silencio, como sucedió con las mujeres de confort coreanas o chinas, sometidas a abusos por los soldados del ejército japonés. Tampoco los museos de los antiguos campos han dedicado atención a lo que sucedía en los Sonderbaracke.
Para saber más:
Das KZ Bordel (el burdel del campo de concentración), de Robert Sommer (en alemán)
Auschwitz: los nazis y la solución final, de Laurence Rees
El Ciudadano
Cultura Colectiva
Pikara Magazine
La Gaceta
El trabajo nos hace libres
ABC