Escolarización contra Educación
La escuela ha fracasado desde hace diez años. La afirmación puede resultar chocante para algunos, dura e incluso cruel, pero creo difícil que alguien me diga que es errónea. En efecto, cualquier persona que tenga contacto con jóvenes admitirá, sin mucho esfuerzo, que estos tienen, en general, mala ortografía y pésima comprensión lectora, poco sentido común y, sobre todo, una total falta de educación.
Esto resulta paradójico debido a que, como bien se sabe, cada vez son más aquellos que tienen acceso a la escuela, que saben leer y escribir, que han tenido oportunidad de viajar y que, incluso, cuentan con estudios universitarios. Esto nos lleva a concluir lo siguiente: los jóvenes van a la escuela, pero ahí no reciben educación. Lo anterior puede resultar, con la misma claridad, lógico, pero el porqué de esto no tanto y es que nos parece triste admitir que la escuela ya no está interesada en educar.
Veamos, sobre esto, el caso de México y Argentina, al mismo tiempo que el de Francia y Uruguay. En México, el sistema educativo ya no permite reprobar a los niños en los primeros años de educación, a fin de no lastimar los sentimientos de estos. En Argentina, profesores se quejan de no poder corregir la caligrafía de los estudiantes, por lo que estos continúan sus estudios con letras ilegibles. En Francia, el nivel educativo ha bajado tanto, siendo anteriormente una de las vanguardias escolares, que se ha optado por regresar al dictado y al cálculo mental para restaurar la antigua excelencia académica que se gozaba en este país. Mientras que, en Uruguay, se ha hecho viral la carta de renuncia de un profesor universitario, que se rinde ante la falta de interés presentada por sus alumnos.
La situación se agrava si, con un poco de valor, nos atrevemos a ver las opciones educativas que tiene un joven hoy en día. Es decir, en México, por dar un ejemplo, la calle y los autobuses están llenos de propaganda de escuelas abiertas, donde un muchacho puede obtener su diploma, mediante clases una vez a la semana, con duración menor a seis horas y, a veces, con la aplicación de un simple examen que certifica su formación de tres años en un lapso de tres horas. A esto se suma la educación virtual, las validaciones y los sistemas semi-escolarizados que se han vuelto, más que una excepción para los que han tenido obstáculos en sus estudios, la regla general de un montón de muchachos que consideran la escuela inútil o una cuestión de pereza.
Y es que la escuela, efectivamente, se ha vuelto una cuestión inútil y de pereza, porque se ha transformado en una certificación. Los jóvenes, al igual que un número importante de adultos, ha caído en cuenta de que las escuelas son guarderías gigantes, de que en ellas los alumnos son cuidados para evitar que se metan en problemas y, de pasada, obtengan un mínimo de conocimiento, que ni siquiera es logrado. Lo importante no es que aprendan, por ello se ha perdido la capacidad de reprobar y se ha satanizado la corrección, sino que cumplan el trámite, que da testimonio de que estuvieron tal cantidad de horas calentando un asiento y de que han sido escolarizados.
La escolarización es un término nuevo y que ha tomado el lugar de la educación. La escolarización se puede resumir como la “experiencia de la escuela” o, en otras palabras, como el hecho de que una persona haya pasado por las aulas, sin importar su aprendizaje, porque en la escolarización lo que importa, de verdad, es que el joven experimente los mecanismos de la escuela, la forma de hacer un trámite y los requisitos legales para efectuar algo, que se sepa la burocracia.
Por el contrario, la educación conlleva educar y enseñar a la vez. Educar es, etimológicamente, guiar, conducir a la persona, hacerla tomar un camino, que continúa a lo largo de su vida. En México decimos que la educación se mama y es porque, la persona que es educada, lo es hasta lo más íntimo. La educación como el alimento, se hace parte de uno y lo constituye, le da forma. Enseñar, en cambio, significa mostrar algo y, en su acepción educativa, es mostrar aquello que es correcto, no solo el conocimiento que se debe adquirir, sino todo lo que se debe hacer, porque está bien. Así, en la educación se nos lleva por “el buen camino” y se nos muestran las buenas cosas de él.
Cuando una persona es educada, sabe agradecer y escuchar, porque es bueno, sabe ayudar, porque también lo es y sabe comportarse de la manera adecuada, conforme a la situación y lo sabe, porque alguien se lo ha mostrado, es decir, se lo ha enseñado. Por eso decimos que se predica con el ejemplo, pues este es el que mejor enseña, muestra. Pensemos en algunos casos clásicos de educación. Aquel que es amable con un anciano, no lo hace para obtener un beneficio, la persona que corrige a otra con tacto, no actúa para marcar su superioridad intelectual, el hombre que le abre la puerta a la mujer, no se conduce así porque ella no pueda hacer esto, sino que, debajo de estas acciones, está la conciencia de hacer lo correcto.
La educación ha perdido esto, que es su esencia y por eso ha dejado de ser ella. El profesor sabe qué conocimientos debe enseñar, sabe que debe dar clase de ortografía y matemáticas, pero no sabe para qué. De cierta manera, podemos decir que ha perdido el camino, no sabe a dónde quiere llevar al alumno, qué quiere hacer de él y le contagia esta misma duda existencial. Así, vemos jóvenes que se preguntan de qué les sirve saber ortografía, por qué razón aprenderán a contar y cuáles son los beneficios de conocer la historia de su país. Si el profesor también se hace estas preguntas, no es de extrañar que el alumno no conozca la respuesta. El resultado de esta última década educativa es claro: profesores que no saben escribir, políticos incapaces de hablar e ingenieros que necesitan el apoyo de una calculadora.
Si la educación no nos enseña lo correcto, no es sorpresa que no nos enseñe nada. El alumno podrá saberse las capitales de memoria, pero eso no lo hará ni inteligente ni culto, porque ni la cultura ni la inteligencia son sinónimos de la memoria; lo son de la comprensión. La comprensión, claro está, requiere memoria, pero no se reduce a ella; comprender algo es entenderlo hasta lo más íntimo, es profundizar en grado máximo para conocer la verdad que lo envuelve. El que sabe de memoria la definición de matrimonio dirá que es una unión legal entre un hombre y una mujer, para, tal vez, tener hijos, apoyarse y no sentirse solo en la vejez. En cambio, quien lo comprende sabrá que es una promesa de amor incondicional, más allá de las dificultades y que se proyecta para toda la vida.
El resultado, repito, es claro y, en especial, en el fenómeno de los millenials. La generación con mayor preparación y menor educación. Los jóvenes con maestrías y doctorados, pero sin el menor sentido común, llenos de faltas de ortografía e incapaces de decidir qué hacer con sus vidas o de entablar relaciones saludables. Seamos honestos, cuando al momento de hacer algo hay dos opciones: se hace por utilidad o se hace por obligación. En el primer caso, vemos esta educación carente de contenido, que nos inunda; gente egoísta que no logra conectarse con nada que no le perjudique o beneficie. En el segundo, la educación clásica, la que decide hacer las cosas, porque son buenas.