La felicidad... Para ser sincera, nunca había terminado de creer en ella. Ni siquiera en los mejores momentos con Ernesto, porque sobre aquello siempre pendían demasiadas amenazas, y aun algo más, el convencimiento, por su parte y por la mía, aunque no quisiéramos admitirlo, de que nos traíamos entre manos un juguete que nos habían dado ya roto. La felicidad, ahora puedo recordarlo y contarlo, incluso debo, existe y es pasear de la mano bajo el sol de Madrid, camino del metro, después de haber desayunado tranquilamente, y que al llegar al metro cada uno vaya a tomar una dirección distinta y eso no importe. Porque sabes que esas manos volverán a entrelazarse una semana después, que será así y no será de otro modo, salvo que el destino, Dios, ponga cada uno quien le corresponda, decida de pronto deshacer su propia obra de anudarlas, algo que no puede suceder tan pronto, algo que en el fondo del corazón sabes que no va a ocurrir. La felicidad es separarse y no tener miedo de no volver a verse, despedirse con un beso rápido en el andén y luego viajar sentada en el vagón rumbo a la soledad de tu casa, que desde que existe el otro, y desde que se produjo el encuentro, ya no es una condena, sino otro lugar donde esperar, serena y confiada, la oportunidad de recobrarlo todo, entero y sin menoscabo, mejor aún que en el comienzo, tan sólo una semana después, siete días que, para variar, tendrán uno por uno sentido."
Lo que antecede es un avance de 'Música para feos', la más reciente novela del que suscribe, y que llegará a las librerías el próximo 9 de abril. Habla, entre otras muchas cosas, de la felicidad, y no sólo habla de ella, sino que intenta contarla, escribirla. El párrafo transcrito es acaso el más claro ejemplo de ello.
Quienes llevamos algunos años emborronando páginas (o pantallas, que tanto da), sabemos de la dificultad de poner en palabras las emociones y los sentimientos; y a la vez, nos consta que de nada vale lo que escribimos si no acierta a suscitar en quien lo lea una emoción y un sentimiento, cuanto más intenso y perdurable mejor. Ningún sentimiento, fuera de esos baratos que a ningún escritor verdadero interesan (desde el morbo hasta el nacionalismo patriotero, pasando por toda la gama que halaga a los espíritus ruines), es de fácil escritura. No resulta fácil darle una forma literaria acabada a la tristeza o el optimismo, a la decepción por lo sucedido o la ilusión por lo que ha de suceder; pero de todos los sentimientos humanos ninguno se resiste más a adoptar un ropaje airoso, ya sea en prosa o en verso, que la siempre escurridiza y para algunos inexistente felicidad.
Y sin embargo, la felicidad está ahí, como asunto real o soñado de la vida, y por tanto, ya se conceda o no su existencia, como asunto insoslayable de la literatura. Pasa con ella como con tantas otras cosas que nos conciernen a todos los seres humanos: no es fácil describirla, ni siquiera enunciarla o simplemente conjeturarla, sin caer en cuanto te descuidas en un amasijo de lugares comunes que te aplastan y sobre todo aplastan el vuelo del texto, convertido en réplica inerte del ruido de fondo (que es lo peor que a un texto puede acontecer).
Algo similar pasa con el amor, el sexo o el goce en cualquiera de sus formas, desde el aprecio de una sinfonía o un cuadro célebre hasta el paladeo de un vino o la degustación de un manjar exquisito. Son experiencias fronterizas con la felicidad y, como ella, tienden a decirse con rutina, sin que pueda el poeta o el escritor acudir, como sucede con las experiencias y los sentimientos adversos, a la épica de la derrota y el dolor, que tan buenos réditos rinde, quizá porque excita la compasión del que lee (compasión consigo mismo, en tanto que individuo actual o eventualmente sufriente). Con la felicidad, a priori, nadie simpatiza, ni siquiera los felices, que demasiado ocupados y distraídos están apurando las mieles de su deleite como para perder el tiempo con literaturas, ya sean éstas sombrías o dichosas.
Y sin embargo, la felicidad está ahí, real o imaginada, si es que esta dicotomía tiene sentido referida un estado del alma, de natural intangible y probablemente imaginario por definición. Y merece contarse, porque nos ocupa y ocupa nuestras mentes, ya sea en relación con nosotros mismos o con nuestros seres queridos (o con los odiados, para darle nutriente a nuestra envidia). ¿Cuál es la solución técnica para afrontar el desafío?
Ya lo escribió, hace muchos años, un joven intuitivo y malogrado, Raymond Radiguet, en una de sus dos únicas novelas, 'El baile del conde de Orgel' (la otra, muchos lo sabrán, es 'El diablo en el cuerpo'): "Sólo en el recuerdo se nos muestra lo maravilloso". Y poco tiempo después vino a ratificarlo otro poeta de lucidez extrema, Fernando Pessoa, que en el 'Libro del desasosiego' nos confiesa: "El otoño que tengo es el que he perdido".
Quizá, y sólo digo quizá, aquí está la clave. Vivir la felicidad es cuestión que se conjuga en tiempo presente, y conviene no andar despistado, para aprovecharla y extraerle todo el fruto que en la construcción de nuestra personalidad puede aportar. Pero escribirla quizá sea empeño para afrontar en tiempo pretérito, con esa mirada retrospectiva que nos permite, entre nuestros propios avatares, separar el grano de la paja, y dentro del grano, aquilatar, por contraste, lo que nos recompensó verdaderamente de esta coyuntura, por ninguno elegida, de estar vivos.
No es una conclusión pesimista, aunque lo parezca. Escribir la felicidad perdida, como bien insinuó Pessoa (o como sugiere Jaroslav Seifert en sus hermosísimas memorias fragmentarias, tituladas 'Toda la belleza del mundo') es una forma de tenerla, o de perderla algo menos. De prorrogarla, por tanto, y quizá de vivirla, aunque sea en diferido, de la única manera completa: con esa conciencia que a menudo, mientras estamos siendo felices, no mantenemos con la suficiente claridad. Y si luego hay quien la lea, y así la comparta, qué más se puede pedir.
Fuente: LORENZO SILVA.
C. Marco