Por supuesto que uno no escribe como Josep Pla, ni como Paco Umbral, ni como César González-Ruano. Ya quisiera y me gustaría, aunque fuera en una cuarta parte. Pero procuro hacerlo, con arreglo a mis conocimientos, con la máxima corrección ortográfica y gramatical que me es posible. A las normas que aprendí hace años, siempre intento unir la retentiva que me proporciona la lectura diaria. La acentuación me parece fundamental. Tanto, que no logro entender a esas personas que escriben López, Sánchez o Jiménez sin tilde. Hay quien, por no acentuar, ni siquiera lo hace con su propio nombre.
No llego a ser un obseso de todo esto. Sin embargo, la irrupción de las redes sociales nos ha relajado bastante en este sentido. Las abreviaturas, sin orden ni concierto, están a la orden del día. Los perfiles dejan patente las carencias de sus titulares. Es sorprendente que textos de personas que intuyes versadas y formadas en la disciplina del buen escribir registren fallos monumentales. Y es deducible que cuando, por ejemplo, envían un artículo a un periódico, alguien le corrija las imprecisiones. Imagino la cara del responsable de esa tarea, al que se le deben caer los palos del sombrajo con determinadas firmas en esas ocasiones. No ya solo por las que se derivan de la propia construcción gramatical sino, incluso, por la más elemental ortografía, algo que ya es suficientemente grave de por sí.
Solo disculpo a aquellas personas a las que presupongo un notable déficit de formación, pero que se atreven sin complejos a lanzarse al mundo de internet, aun con sus lagunas y limitaciones. Esa gente, como decía el poema de El Piyayo que tanto leíamos en la escuela de pequeños, me merece un respeto imponente, aunque a chufla lo tomen otros.