El de escritor es uno de los oficios que está planteado en términos de
mayor liberalismo económico. Se supone que el escritor debe vivir de las
ventas de sus libros. Lo cierto es que tan sólo un ridículo número de
escritores vive de las ventas de sus libros, y que la inmensa mayoría se
ve abocado a tomar un trabajo y realizar las labores de su oficio (leer
y escribir) en horas robadas a su tiempo de descanso.
Con suerte, con el tiempo, algunos consiguen “vivir de la literatura”,
es decir, de pequeñas ofertas de trabajo alrededor de la publicación de
sus libros: artículos en prensa, conferencias, talleres literarios,
algún recital o lectura remunerados, etc.
He conocido a estupendos escritores que han tomado empleos como el de
operador de telefonía o cuidador de ancianos en la necesidad de
conseguir algún dinero para su subsistencia. Los escritores se ven
obligados a desempeñarse en los trabajos más variados; son profesores,
periodistas, programadores culturales, trabajan en el mundo editorial;
pero también hay casos de porteros de finca, celadores de hospital,
guías turísticos, y, además de el largo etcétera que debería seguir,
gentes que más o menos subsisten como pueden para poder disponer del
tiempo suficiente y escribir.
En la otra mano, el escritor o escritora tiene la opción de ingresar en
el mundo de las publicaciones periódicas, “trabajar escribiendo” para
(en los ratos libres) escribir sus libros. Y esto parecería el paradigma
de la independencia y el éxito social y profesional. Escribir en la
prensa, salir en la televisión… Todo ello alza considerablemente las
posibilidades de vender algún que otro libro más, y, en cualquier caso,
por esta vía el escritor o escritora obtiene una gran consideración, en
calidad de escritor (aunque lo que esté haciendo sea otra cosa). Sin
embargo, con toda probabilidad deberá manifestarse en defensa de las
ideas de un partido político y en contra de las de otro. Y si bien
muchos escritores aceptan esto (escribir y manifestarse al servicio de)
como un mal menor, lo cierto es que, incluso cuando defiendan a un
partido con cuyas ideas estén absolutamente de acuerdo, y se opongan a
las de otro cuyas ideas no compartan en absoluto, no dejan de
convertirse en una suerte de mercenarios (de columna en columna y de
plató en plató), además de postergar a un segundo término su trabajo
como verdaderos artistas.
Entrar en el juego político está muy bien pagado (en sueldos contantes y
sonantes y, también, con distinciones “literarias”: no hay más que ver
quiénes obtienen qué premios, y con qué libros), pero es muy probable
que a muchos escritores ni se les pase por la cabeza, sea porque no
quieran o porque no sean capaces o porque se trate de un mundo vedado
para el tipo de escritores que son.
La otra opción posible, que en esta sociedad (y en otras anteriores) han
asumido algunos escritores, es la de encerrarse con su trabajo caiga
quien caiga, aun corriendo el riesgo de incurrir en la exclusión social.
En ese caso, el escritor o escritora difícilmente podrá tener familia,
y, si la tiene, tanto lo pagará él o ella como su pareja y sus hijos,
que tendrán que aceptar la situación de dependencia del escritor o
escritora respecto del “cabeza” de familia.
Se trata, sin duda, de un problema social, aunque acaso muchos
escritores no se vean o no quieran verse a sí mismos como afectados. Muy
al contrario, asumen las dificultades y tiran adelante como pueden. En
algunos casos, sin manifestar su descontento, o con un profundo
sentimiento de culpa por no ser capaces de vivir de lo que escriben
(achacándoselo muchas veces a su propia impericia a la hora de hacer
aquellas cosas que sí están bien recompensadas económicamente, o a su
falta de talento para escribir una obra que se abra paso en el mundo
entero, que se difunda masivamente, alcanzando a lectores de todas
partes); si no confundidos, sin saber muy bien a quién o qué achacar su
situación.
Los aspectos épicos de las vidas cotidianas de los autores los
dignifican tanto ante nuestros ojos... Y no deja de ser sintomático. En
una sociedad realmente moderna, en la que aspiramos a que todas las
personas tengan una vida lo más digna posible, tal vez debiera
avergonzarnos que sean precisamente los escritores quienes pasen
penurias y dificultades. Y acaso sea indigno de toda la sociedad que
esté tan bien considerado que un escritor tenga que sacrificar aspectos
fundamentales de su vida para escribir su obra. Me pregunto hasta qué
punto esa emoción épica que extasía a la sociedad cuando conoce las
miserias que un escritor hubo de soportar para sacar adelante su
trabajo, no deberían de suponer una vergüenza para esa misma sociedad,
pues no es más que una muestra tan sangrante de su fracaso.
Resulta desconcertante observar cómo las personas se afanan en consumir
todo tipo de productos lujosos, de necesidad más o menos cuestionable
según qué casos, y cómo la sociedad premia con su más alta consideración
esa “capacidad de consumir”, mientras que los escritores quedan
relegados a una posición tan lejos del supuesto glamur del consumo.
Habremos de suponer que se trata de una cuestión de valores. Consumir
“cosas” de utilidad tan limitada en el tiempo ha pasado al primer plano
de la vida social, mientras que los generadores de una belleza
indeleble, ahora, se nos antojan seres improductivos.
Y desde luego no resulta sencillo comprender cómo es posible que los
escritores estén contentos (y si no lo están, al menos no lo
manifiestan) con el lugar que les asigna la sociedad en sus
presupuestos, teniendo que pasar por todo lo expuesto para sacar
adelante la escritura de sus libros, y recibiendo como único pago (no la
concesión) la posibilidad de concesión de algún premio, cuando no la
posibilidad de que algún día se les reconozca por ello, con suerte antes
de fallecer.
Porque lo cierto es que, en el momento que cualquier persona se dice
escritor o escritora y aparece ante la sociedad con un libro, la
sociedad empieza a exigirle: imaginación, lucidez, inventiva, un
pensamiento que la estimule, el necesario cuestionamiento de lo
establecido, emociones, belleza, una actitud irreprochable ante multitud
de aspectos de la vida; el desarrollo de una gran capacidad
intelectual; que el escritor sepa, que conozca; que lo exprese; que su
condición de escritor se vea claramente refrendada con la aparición de
trabajos que demuestren que lo es, etc.
(Eso sin tener en cuenta que, normalmente, lo tendrá que hacer en su tiempo libre)
***
Resulta paradigmático: los escritores más desprotegidos son aquellos que están dispuestos a sacrificarlo todo por escribir.
Hace unos años escuché a la viuda de Manuel Padorno decir a mi lado,
como en un suspiro que se deja caer al suelo, ni siquiera dirigido a mí:
“Todo eso lo hicimos con tanto esfuerzo…”
Por “todo eso” se refería a la obra de Manuel Padorno. Nunca me pareció
más acertada, rabiosamente justa, la utilización del plural.
Pero siendo esta la situación, a quién correspondería aportar
soluciones, propiciar un cambio: ¿al mercado, la industria del libro?
¿Al Estado, las instituciones? ¿A ambas? (¿Financiación pública?,
¿privada?, ¿las dos?) Se trataría, al fin y al cabo, de conseguir
ampliar el número de escritores que puedan vivir realizando las labores
de su oficio, leer y escribir. Ahora, sólo lo consiguen los que venden
mucho, y no siempre son los mejores. De hecho, la dictadura del mercado
está propiciando, claramente, una banalización de la cultura, colocando
en el lugar más visible, no a los de mayor calidad, sino a los más
comerciales, que muchas veces son los que ofrecen un mayor espectáculo
(en el caso del cine y el arte contemporáneo es muy evidente, pero no
deja de ser igual en la literatura).
Dinero público: resulta imposible no constatar, llegado este punto, que
el ujier de cualquier empresa participada por capital público; el
ejecutivo, el maquillador o la presentadora de una televisión
autonómica; el ganadero y el agricultor; muchas empresas de medios de
comunicación; tantas editoriales, productoras, constructoras, empresas
que realizan obras públicas; quienes trabajan en la mayoría de las ONGs;
quienes se plantean ahora dedicarse a fabricar energía con molinos de
viento, reciben dinero público para desarrollar su trabajo, muchas veces
sin plantearse si quiera si su sueldo proviene del erario público, de
una empresa privada, o de una empresa privada que además recibe dinero
público; y sin embargo todos cuestionamos en mayor o menor medida que
quienes escriben obras literarias deban recibir el mismo trato.
Habría que buscar la verdadera razón, en cada caso, de que el ejecutivo
de televisión más o menos pública, el profesor (de pública o
concertada), el ganadero, el agricultor, el músico, el cineasta, etc.,
sí sean considerados a la hora de una aportación pública en la que les
puede ir la vida; mientras que el escritor, no. Acaso algunos piensen
que con la financiación por parte de diputaciones, ayuntamientos y
cabildos y gobiernos autonómicos de numerosos premios literarios, queda
resuelta la subsistencia de los escritores, o quizás esta aportación es
tan publicitada –por interés más de los políticos que de los propios
escritores—, que pareciera que ya está todo hecho, que las instituciones
han cumplido, que han hecho lo suficiente.
Tal vez la sociedad considera indispensable la existencia de una
televisión pública autonómica, por ejemplo, y no considera indispensable
la creación literaria. O acaso considera que la financiación pública es
“indispensable” para la existencia de una televisión autonómica, y la
cree “innecesaria” para la aparición y existencia de buenas obras
literarias. La subsistencia del ejecutivo de televisión es objeto de
financiación pública, ¿acaso porque su participación se ha hecho
indispensable para la existencia de una televisión pública?; la
subsistencia de los escritores no nos resulta indispensable en absoluto
–ni siquiera le resulta indispensable a los que necesitan libros para
poder comerciar con ellos, toda una industria.
También es verdad que son muchos los que piensan que escribir, mire
desde donde se mire, no es trabajar. El escritor, dramaturgo y guionista
norteamericano David Mamet comenta que durante un tiempo hubo de
escribir en cafeterías, porque si se quedaba en casa siempre había
alguien dispuesto a pedirle “que arreglase la alcachofa de la ducha”. Y
eso que, en su caso, la escritura si ha rendido algunos beneficios
económicos.
Acaso son muchos los que consideran que “siempre habrá” algún que otro
escritor que, a lo largo de toda una vida de desvelos, consiga un hueco
en su cotidianidad para regalarnos (nunca mejor dicho lo de regalar) una
de esas fuentes de belleza y conocimiento indispensables para que
comprendamos nuestro tiempo y a nosotros mismos. Y además, “¡si siempre
ha sido así, los escritores nunca lo han tenido fácil y a pesar de todo
ahí están todos esos clásicos maravillosos!”.
Colijo, pues, que tal vez la situación “laboral” de los escritores en la
actualidad se deba a que siguen ostentando los mismos (paupérrimos)
derechos que antaño, y acaso se hayan quedado ahí mientras que la
sociedad en su conjunto ha avanzado y muchos de sus componentes han
adquirido, desde el primer momento de su existencia, unos derechos que
los escritores nunca tuvieron.
Siempre habrá alguien dispuesto a espetarle a un escritor, “¡menos
lloriquear y más trabajar!”, y podemos suponer que lo de trabajar va en
dos sentidos: el escritor es un gandul por querer dedicarse a escribir
en vez de trabajar, que es lo que hace todo el mundo; y el escritor es
un inepto, un fracasado, si protesta en vez de ponerse a escribir para
ofrecernos una de esas obras fulgurantes que, con el tiempo, dignifican
la existencia de los pueblos. Pero tampoco debe de ser sólo esto. Del
libro viven los impresores, los editores, los distribuidores, los
libreros, los diseñadores… Los autores, no. Tal vez debiéramos
plantearnos de una vez la pregunta impertinente: Por qué. Y si sabemos
que los autores no consiguen vivir de las ventas de sus libros, y nos
importa que éstos puedan encerrarse a escribir y leer, escribir y leer,
escribir y leer, que es su trabajo, por qué no tomamos las medidas
necesarias para que lo puedan hacer. ¿Es imposible? ¿O se trata de una
clamorosa falta de voluntad social y política, sazonada con la clásica
indefensión del escritor individuo que bracea por el encrespado mar de
su vida, en solitario, y a mucha honra?
Cada vez se hace más necesario el análisis de las verdaderas razones de
que el dinero público vaya donde va. Normalmente se combinan el interés
de la sociedad, o de una parte de esta, con los intereses de los
políticos. Pero urge un análisis exhaustivo de cómo el factor “lo que le
interesa financiar al político” influye en que el reparto sea menos
interesante para el conjunto de la sociedad.
Es muy fácil de defender desde la política, ante la ciudadanía, que el
dinero de esta se invierta en una televisión pública autonómica (como se
diría en los anuncios) “nuestra”, “la de todos nosotros”. Todo esto
soslayando que al político le interesa invertir el dinero de todos los
ciudadanos en un medio de comunicación a través del cual –aparte de que
se activen ciertos aspectos de la economía—, podrá contarle las cosas
tal como a él le interesa.
Qué hace falta para poner en marcha una televisión: maquilladores,
realizadores, infraestructuras, maquinaria, ejecutivos… Cuánto cuesta un
ejecutivo, cuánto la maquinaria, cuánto es en total: al contribuyente
le interesa, aquí está el dinero, el contribuyente lo pone.
Cuánto hace falta para que Roberto Bolaño, Karmelo C. Iribarren, Isaac
de Vega, escriban sus libros. ¿Tiempo? ¿Que se puedan poner a ello?
¿Dinero para que se puedan poner a ello? Eso cuánto es, ¡tan poco! No
hay.
Además, si son escritores de verdad lo harán de todos modos. ¿Que
podrían hacer más?, no importa, nos conformamos con lo que nos den. De
todos modos, es su problema, serán juzgados por lo que sean capaces de
escribir (no nos van a venir con el cuento de que no pudieron hacer más
porque tenían que dedicarse a otras cosas para su manutención y la de su
familia, que no son más cultos o que no pudieron escribir obras más
brillantes porque no tuvieron tiempo para leer y escribir). Y en
cualquier caso, ¿por qué no escriben cosas que se vendan? Si lo que
escriben no le interesa a la (suficiente) gente como para que puedan
vivir de las ventas de sus libros, qué quieren. ¡Más trabajo y menos
lloriqueo!
He oído comentar muchas veces que el escritor debe ser libre,
independiente, dando por sentado que cualquier aportación pública que
recibiese por realizar su trabajo lo convierte en todo lo contrario.
¿Hablamos de libertad, de independencia, o estamos confundiendo estas
con liberalismo económico, con explotación, con indefensión e intemperie
a la hora de realizar lo que “es” el trabajo de los escritores?
***
El ochenta o noventa por ciento de los actos públicos en los que
participan los escritores son gratis, no sólo para el público, también
para las instituciones y organismos que los fomentan, al menos en lo que
respecta a la intervención de los escritores, que a saber por qué
razones participan: ¿por vanidad?, ¿por generosidad?, ¿porque han sacado
un libro (aunque las ventas que se pueda obtener de éste en ese acto o
gracias a la organización de ese acto no reviertan, en absoluto, en la
manutención del escritor; las cosas como son)?
Los pocos autores que pueden subsistir por –o gracias a— lo que
escriben, son precisamente aquellos poquitos invitados constantemente a
realizar actos públicos remunerados (bolos). Pero no parece que las
instituciones públicas tengan la menor voluntad de potenciar esa
industria, imprescindible para la subsistencia de cada vez más
escritores y, por lo tanto, indispensable para que estos desarrollen su
actividad intelectual y creativa. Tal vez (del mismo modo que se
potencia la creación musical promoviendo la existencia de conciertos
desde todo tipo de instituciones públicas) los escritores deberían de
exigir que se potencie un circuito estable en el que los escritores
difundan su obra y sus conocimientos… cobrando. Esto sí supondría un
avance significativo en las condiciones de vida de muchos escritores.
También sería un avance significativo en materia de cultura.
Otro de los frentes posibles, en nuestro deseo de una mejor vida para
los escritores, es la necesidad de crear becas o ayudas a la creación.
Curiosamente, sí consideramos merecedor de una ayuda económica al
guionista de cine (que puede presentar proyectos de escritura a
diferentes administraciones y, consecuentemente, sacar adelante la
escritura de su guión cinematográfico al margen de lo que luego éste
pueda valer o no en el mercado, incluso al margen de si éste llega o no a
convertirse en película), pero no consideramos merecedor de un trato
similar a los escritores. Acaso consideremos más “profesional” al
guionista que al escritor; aunque habría que plantearse, en este caso, a
qué llamamos “profesionalidad”. ¿O es que consideramos indispensable la
escritura de guiones para que se realicen buenas películas y se
potencie una actividad que es industrial, pero no nos resulta
indispensable respaldar la escritura de buenos libros porque los
escritores ya hacen el esfuerzo de todos modos y la industria editorial
no parece necesitar del apoyo a los escritores para su desarrollo?
No parece que fuera tan complicado habilitar becas de escritura para que
los autores que quisieran y lo necesitasen pudieran encerrarse con su
trabajo; o disponer una pensión de escritura a la que pudieran acogerse
todos aquellos autores que prefirieran dejar “su empleo” por un tiempo
para encerrarse con “su trabajo”, leer y escribir.
Sin duda habría muchos escritores que, al menos en algún momento de sus
vidas, preferirían ganar menos y poder dedicarse a lo que seguro
entienden como su verdadera razón de ser; pero es que hay otros tantos
que se acogerían a esa pensión de autor –por ridícula que fuera— toda su
vida, pues para muchos escritores resulta más satisfactorio sobrevivir
escribiendo que obtener un buen sueldo relegando la escritura a un
segundo plano. Más de un “escritor de verdad” se acogería, si pudiese, a
la pensión que pudiera recibir un discapacitado, o una persona con un
problema mental (¡sí, estoy loco de escritura, no puedo tomar un
empleo!), para poder dedicarse a escribir.
Claro que enseguida habrá quien objete que sería muy difícil juzgar
quiénes deberían ser los “autores verdaderos” merecedores de una beca de
escritura o pensión de autor. Acaso no se tenga en cuenta que el Estado
realiza todos los días complejas evaluaciones a personas que deberán
dedicarse a esto o lo otro –incluso algunos con oficios muy similares al
de los escritores—, o que serán merecedoras de todo tipo de
prestaciones según su formación, su economía personal y situación
familiar, y que las bases por las que todo ello se regula son
actualizadas por la administración año a año, etc.
También habrá quien argumente –ante la solicitud de atención económica
pública para quienes producen buenas obras literarias— que los
escritores deben ser seres libres, independientes de cualquier dinero
público (otra vez este argumento). A ninguno de los que así piensa se le
ocurrirá, sin embargo, colegir que cualquier cineasta –que recibe
dinero público de TVE, ICAA (Ministerio de Cultura), y un larguísimo
etcétera de instituciones autonómicas, nacionales, europeas e
iberoamericanas, para la realización de sus películas—, sea un autor
dependiente, no libre, y su obra se encuentre plegada a los designios e
intereses del poder establecido.
Y sin embargo, por alguna razón, pensamos que los libros de los
escritores serían distintos (dependientes) si fuera el estado quien les
dotara, por medio de cualquier plan, de lo necesario para ponerse a
escribir.
Este argumento de la necesaria independencia del escritor tiene su miga.
No nos parece adepto al poder, o domesticado, el autor que recibe el
Premio Cervantes o el Nacional de Narrativa, aunque se trate de dinero
público, al fin y al cabo. Tampoco nos parecen adeptos al poder,
dependientes, los escritores que continuamente, por su obra y su buen
saber hacer, son reclamados para impartir conferencias y todo tipo de
eventos remunerados, casi siempre, con dinero público. Pero en cuanto
sale el tema de la financiación pública para la creación literaria
irrumpe el concepto de escritor puro, independiente y auto
manifiestamente libre que se apresura a declarar “aparta de mí este
cáliz”.
Tal vez debiéramos preguntarnos de qué libertad, de qué independencia
estamos hablando. ¿Una libertad y una independencia en la que los
escritores no pueden hacer su trabajo (mientras el amigo locutor de
radio, el agricultor, el músico y el director de cine, sí)?
De qué independencia hablaríamos. ¿Una en la que los escritores tienen
que trabajar en otra cosa y escribir por la noche, en los fines de
semana, los días de fiesta, en vacaciones? ¿O una en la que el escritor,
si se pone a ello caiga quien caiga, quien cae primero es él mismo, y,
si acaso su obra merece la pena, cuando la sociedad se dé cuenta del
sacrificio que ha hecho ya lo cubrirá de honores, aunque sea después de
muerto)?
De qué dignidad tan gallarda hablan quienes dicen que lo mejor es ser
libres, independientes, no depender de la limosna del político (esa
“limosna” que llueve como agua de mayo sobre quienes se han apuntado a
fabricar energía con molinos de viento, los ganaderos y las mismísimas
entidades financieras). ¿O acaso hablamos de una libertad que considera
el sumun del éxito profesional escribir en periódicos y revistas
artículos al servicio de un partido político o de otro (cuántas veces el
interés de los políticos de por medio).
Como ya hemos apuntado, se da la absurda paradoja de que del libro viven
todos: impresores, libreros, editores, distribuidores, traductores…
Menos los autores. Qué clase de dignidad torera nos asiste cuando
esgrimimos nuestra supuesta libertad e independencia para escribir lo
que queramos, si aceptamos tácitamente este injusto “tanto vendes tanto
vales”, que hace que editores, distribuidores y libreros traten con
cierta condescendencia a la inmensa mayoría de los autores, pues cómo
sino como pobres diablos pueden ver a quienes contribuyen con tanto
esfuerzo y sacrificio personal e intelectual al negocio que ellos hacen;
y a cambio, tan sólo, de dígame usted esa vanidad del escritor.
Los escritores mismos reprimimos cualquier manifestación de victimismo.
Pero cómo no van a producirse manifestaciones de victimismo entre
nosotros si con nuestra ausencia de “activismo” lo único que conseguimos
es que la sociedad toda mantenga ante nosotros una actitud culpable por
el trato que nos dispensa.
¿Y de verdad cree alguno que alguien se va a poner a leerle en serio sin
que esa culpabilidad (provocada por la falta de consideración social)
desaparezca, por muchas campañas de fomento de la lectura que los
gobiernos realicen?
Hace unos días, a un buen amigo escritor (a uno de esos que se toman su
trabajo en serio), le hicieron una pregunta: “Y tú qué haces, a qué te
dedicas”. “Yo no hago nada, soy escritor: estoy en mi casa”, respondió.
Su respuesta no me sorprendió en absoluto. Esa es siempre una pregunta
incómoda. Muchos escritores no pueden menos que decir de sí mismos lo
que todos parecen pensar de ellos, para qué gastar energías con
explicaciones...
[El artículo continúa]*
* Artículo de Nicolás Melini