Autores como Salinger o Pynchon, de quien acaba de publicarse en España «Contraluz», comparten el afán por permanecer ocultos y ceder todo el protagonismo a sus obras.
Si se piensa un poco, tal vez el verdadero misterio resida no en que un escritor decida desaparecer, sino en que haya tantos escritores mostrándose demasiado. Y es que en un principio no era así: en un principio el cuerpo – el corpus – eran los libros, y sus autores una suerte de fantasmas en vida, pero fantasmas al fin. El asunto se complica con la llegada de Charles Dickens. Es él quien descubre y patenta la industria del escritor como producto: se lanza a largas giras, ofrece conferencias, cobra por lecturas que son mucho más que eso. Los que estuvieron allí dejaron testimonio del alto dramatismo de las veladas. Freud lo hubiera calificado de histérico y sus biógrafos aseguran que semejante esfuerzo live fue lo que llevó a Dickens a la muerte.
En cualquier caso, a partir de entonces se le exige al escritor una vida social y no-ficción que compense la soledad de sus ficciones. No importa que en las raíces de la vocación se encuentre la obviedad incuestionable de un «escribo porque me gusta estar solo». Ahí están los cada vez más numerosos festivales, los programas de radio y televisión, la obligación de opinar sobe cualquier cosa y hasta la cláusula en los contratos con la editorial donde se estipula que el padre de la criatura deberá promocionarla con entrega y, si es posible, alegría. De ahí también que la decisión de esconderse – de dejar el juego – cause extrañeza primero y en seguida fascinación.
El especimen paradigmático –el ejemplo que siempre se invoca– es el del norteamericano Jerome David Salinger. Salinger publicó por última vez un texto (al menos bajo su nombre, pues se han llegado a detectar varios alias nunca confirmados y hasta se llegó a pensar erróneamente que él era quien se ocultaba detrás de William Wharton, otro hombre esquivo, autor del noble best seller Birdy) en 1965, en las páginas de The New Yorker. Se presume que siguió escribiendo, aunque ya no le interesara publicar y sus esporádicos avistamientos –entrando o saliendo de su casa de New Hampshire– fueron reportados como si se trataran de los de un ovni. Los motivos para esfumarse nunca fueron explicitados, pero se tiende a pensar que Salinger se cansó de todo, de sus detractores y de sus fans, y que frente al temor comprensible a acabar como Fitzgerald y Hemingway y Kerouac, convertidos más en personajes de sí mismos que en propias personas, decidiera decir adiós a todo eso.
Thomas Pynchon (de quien en un principio se dijo que era Salinger y hasta se lo acusó de ser el Unabomber) aprendió demasiado bien la lección y decidió empezar siendo una ausencia más que una presencia. Y ahí está: prestando su voz pero apareciendo con una bolsa de papel en la cabeza en episodios de Los Simpsons y afirmando que «el término ermitaño es algo que inventa el periodismo para castigarte por no querer dar entrevistas».
Don DeLillo –discípulo de Pynchon– no se prodiga mucho y, a modo de explicación, escribió toda una novela sobre el síndrome de Salinger. En Mao II, de 1991, Bill Gray, un escritor recluso, no soporta la idea de que «el futuro pertenezca a las multitudes».
Cormac McCarthy – superventas de calidad y hasta hace muy poco escritor de culto – es el último de los grandes solitarios: casi no ha otorgado entrevistas; lo poco que se sabe de él sale de una vieja entrevista en The New York Times y de un perfil en Vanity Fair, y ya varios se preguntan si irá a recibir tarde o temprano un para muchos inevitable Nobel hacia el que cabalga lento pero seguro. Es posible que sí, ya que, no hace tanto, McCarthy apareció sorpresivamente en el show televisivo de Oprah Winfrey, cuando la muy popular conductora escogió “La carretera” – lo que equivale a muchos ejemplares vendidos – para su Club del Libro.
Una cosa queda clara: la industria de la invisibilidad es viable en Estados Unidos, donde la rareza y el freak siempre pueden ser más o menos explotados en sus propios términos desde que Emily Dickinson se encerró a hacer lo suyo y Nathaniel Hawthorne se perdiera encontrándose en solitarias caminatas por la playa de Salem mientras escribía en voz alta para luego regresar a su «pieza embrujada», donde pasaba todo eso a una página en blanco y al día de hoy.
Esto no quiere decir que se trate de un fenómeno exclusivamente norteamericano: el adicto-social Marcel Proust decidió dejarlo todo (o casi todo: siempre tuvo su mesa en el Ritz) para acostarse a escribir su obra magna y Pascal Quignard y Julien Gracq siguieron su estela de privacidad. En su momento, Juan Rulfo se levantó de su escritorio para ya no volver a sentarse a escribir y Juan Carlos Onetti se metió en la cama con lapicera en mano. Haruki Murakami huyó durante varios años de Japón tras el descomunal éxito de Tokio Blues/Madera noruega y ahora entra y sale, pero desde entonces mantiene un perfil saludablemente bajo. Al día de hoy, nadie está del todo seguro acerca de quién fue Bruno Traven. Y ¿alguien ha visto a Antoni Casas Ros?
Los alias fueron, en ocasiones, forma de desaparecer: porque no estaba bien visto, las hermanas Brontë comenzaron siendo los hermanos Bell, Jane Austen comenzó firmando como «A Lady», y son pocos quienes recuerdan los verdaderos y femeninos apelativos de George Eliot o George Sand. Más juguetones fueron Romain Gary y Stephen King, quienes se pusieron las máscaras de Émile Ajar y Richard Bachman, intrigados por ver si podían recomenzar de cero y triunfar de nuevo.
En 1893, Henry James propuso en uno de sus relatos, «La vida privada», una posible solución al problema del ser o no ser y del estar o no estar. Una variante que conjugara lo mejor de ambos mundos. Allí, se nos cuenta la existencia de un escritor capaz de iluminar profundas obras maestras sin por ello tener que renunciar a una existencia frívola de fiestas y jardines. Sobre el final, el narrador/lector descubre la verdad: el escritor en cuestión tiene el raro poder de desdoblarse físicamente y así vivir, simultáneamente, tanto en el salón como en el estudio. «La vida privada», está claro, es un cuento fantástico.
Texto: Rodrigo Fresán. ABCD.es. 12.06.2010 – Número: 953.