Revista Opinión
Todo el que publica un libro se considera escritor. Y la verdad es que, quien eso dice, no miente porque un libro se elabora escribiendo y armando un relato que, guste más o menos, es resultado del ejercicio de escribir, de juntar palabras para comunicar lo que el autor desea transmitir a sus lectores, sea ello ficción o ensayo. Desde ese punto de vista, casi se podría asegurar que lo escrito es lo de menos para que una persona se considere escritor o los demás así lo perciban. Porque un escritor se considera estrechamente vinculado al hecho de publicar un producto escrito. No se concibe un escritor sin obra. Y, sin embargo, estos proliferan más que los escritores con producción impresa.
De hecho, todo el que garabatea un folio empieza por imaginarse como un escritor en ciernes cuya obra está en proceso de creación. Se ve a sí mismo escritor, en su más romántico sentido. Y de la misma manera que existen escritores con libros cuyo ingenio y destreza son innegables, hay escritores sin libros con facultades más que sobradas pero frustrados en el empeño, dado que no logran publicar ninguna obra, bien porque nunca la completan, bien porque no consiguen que nadie se la edite, ni siquiera mediante la autoedición. Pero haberlos, haylos, invisibles y anónimos que cada mañana se sientan ante el rectángulo en blanco, sea papel o en pantalla, para sentirse escritores desafortunados e incomprendidos que no alcanzan a producir ese libro con el que desean darse a conocer al mundo o, cuando menos, al entorno más cercano de familiares y conocidos.
Son los escritores sin libros, de los cuales, en ocasiones, surgen las renombradas firmas que todo lector avispado desea disponer en su biblioteca. Nunca se debe menospreciar al escritor sin libro, ya que es la mejor manera, si no la única, de iniciarse como escritor, aunque ese reconocimiento nunca llegue e incluso aparezca, con mucha suerte, como mérito póstumo. Y, ello, a pesar de que este país es de los de más alta producción editorial en lengua castellana, tanta que podría afirmarse que se imprimen más libros que lectores hay para leerlos. Pero una cosa no quita la otra. Que el hábito de la lectura no se prodigue no significa que la pretensión de escribir guarde relación con él. La pereza lectora no interfiere las ganas de escribir. Es por ello que se produce, de este modo, uno de los fenómenos más curiosos y contradictorios del mundo literario, en particular, y editorial, en general: la oferta supera a la demanda, salvo excepciones puntuales y señeras. Una gran parte de la población parece dispuesta a participar de la oferta productiva, escribiendo obras de cualquier género, mientras es minoritaria la que se decanta por consumir lo producido. Tal vez, en la existencia de esta peculiaridad estribe la dificultad que hallan los que se afanan por escribir sin llegar a publicar ni una línea: el mercado está saturado de escritores, plumillas y vividores del cuento, aunque ande escaso de autores de best sellers que hagan sostenible la industria del libro. Y es que no todo el mundo puede ser Stephen King, J. K. Rowling, Arturo Pérez-Reverte o Carlos Ruiz Zafón, por citar algunos ejemplos.
Se trata de una paradoja triste y un tanto injusta porque la rentabilidad no siempre es sinónimo de calidad y condena al ostracismo a muchos escritores sin libro de meritoria capacidad pero desafortunada habilidad para escribir lo que demanda el mercado. Algún día, alguien con conocimientos y talento tendrá que escribir un libro acerca de esos escritores sin libros que sus potenciales lectores no han tenido la oportunidad de descubrir, ni para bien ni para mal, por culpa de la desidia, el estilo, la temática o las circunstancias adversas de tantos autores desilusionados. Y no lo digo por mí, que conste, que yo ya soy autor de folletos.