Por la mañana en la casa del valle.
Cuando vivía en Barcelona hubo una búsqueda (entre tantas) que era constante: quería conocer el silencio. Algunas veces necesitaba escapar a las fronteras de la ciudad para que todos los ruidos, conversaciones, sonidos de motores e incluso las olas del mar se apagaran y quedar flotando en ese vacío maravilloso. En esos casi dos años ni una sola vez conocí lo que significaba liberarse de la anestesia que provoca el ruido exterior. Fue en Perú, a orillas del río Mayo, cuando lo escuché por primera vez (porque el silencio suena, aunque parezca paradójico; el silencio también llena el aire).
Durante toda mi vida he estado pidiéndole al dios (universo, demiurgo, x) señales: “si tengo que quedarme, envíame una señal; si tengo que dejarlo, si tengo que saltar”. Gritaba internamente y, después del grito, me ponía a hacer otra cosa, como si lo lógico y normal fuera que el universo provocara un temblor de tierra solo para que yo pudiera estar segura de que la decisión correcta era irme, dejarlo o saltar. Estos días en Barcelona, en un miniviaje-vida (volver a la que fue tu casa y sentir todas las contradicciones del mundo en el pecho porque la amas profundamente pero sabes que ya no tenéis palabras en común, ya no hay futuro) adopté un cuarto oscuro como matriz y allí pasé muchas horas. Había velas: eso sí fue una señal, porque si no hubieran estado allí antes de que yo llegara probablemente no se me habría ocurrido prenderlas antes de irme a dormir y meditar para salir del ruido, la prisa, las conversaciones: la velocidad. Todas las noches me sentaba en la penumbra de un sexto piso y hacía a mis pensamientos callar. El silencio también sonaba, ¡y en plena ciudad! Yo no había sabido callarme por dentro. Y lo que escuché, por primera vez, fue esa señal que el universo o el dios o el demiurgo había estado intentando enviarme pero yo no había sabido oír entre el resto de pensamientos y llamados. Escuché la respuesta a mis constantes preguntas intrascendentes pero importantes como: ¿debo volver a Barcelona? ¿Hay algo para mí aquí, algo oculto? ¿Soy capaz de cerrar los círculos por mí misma o voy a seguir aferrándome a la idea que tengo de lo que era ser feliz en el pasado?
Por la mañana compré un billete de autobús de vuelta a mi casa en Madrid.
Con las poetas siempre hablábamos de la importancia de soltar los mapas. El viaje de regreso lo pasé dándole vueltas a esta idea y tratando de entender ciertas sensaciones que me había provocado volver a Barcelona. A la ciudad le tenía miedo: por todas las historias que no terminaron bien, por la casa en llamas, por la avalancha de turistas que llegan hoy y se marchan mañana y solo dejan huellas vacías, por los que se habían marchado pero dejaron huecos, por los secretos incontados, sobre todo por reencontrarme con muchas facetas olvidadas de mí misma y de mi vida cotidiana. Creía que, como la primera vez que volví a Bruxelles después de marcharme definitivamente, vería fantasmas por todas partes. Pero esta vez no fue así (me desmiento: no todos los regresos son el mismo regreso). Esta vez me sentí más fuerte que la ciudad que siempre trata de engatusarme con sus bares bonitos, sus conciertos, sus calles llenas, sus cerveceos de medianoche y sus encuentros inesperados. Ya no lo necesito. Me asusta repetir estas palabras porque rompen un esquema, rompen una posibilidad de regreso al lugar donde he sentido con mayor claridad que tenía un hogar. Pero es la verdad: no lo necesito. No necesito el consumo cultural porque sí ni los open mic de los miércoles, no necesito caminar veinte manzanas a toda velocidad para llegar ¿a tiempo?, ni comer cada día en un restaurante bonito. Esas cosas que amaba antes pero que, después de vividas, siempre producían un halo de frustración porque eran efímeras y a mí me gusta contemplarlas desde arriba, en mi imaginación, detalle por detalle, y hacerlas mías.
En este mini-viaje a Barcelona entendí que lo que necesito, en realidad, es escucharme y dejar de tener planes de vida. No sé a dónde voy a ir después. Incluso hasta me vuelvo a enamorar de la ciudad, quién sabe. Por el momento he montado un taller de encuadernación en mi habitación de infancia sin darme cuenta, como si estuviera planeando quedarme, pero no es cierto. Solo que hoy es hoy y esto es lo que importa. Y la luz blanca del otoño que llega.
Este regreso no es como los anteriores y ahora lo sé. Cuando volví de Bruxelles me esforcé por mirar hacia el futuro y olvidarme de todo lo anterior que había vivido. Hice nuevos amigos, cambié de lugares de paso. El regreso de otros viajes largos vacié la casa y me vacié a mí: algunas veces no fue lindo volver. Ahora es la única posibilidad. La importancia de este regreso es que me está enseñando cómo quiero vivir. Prestándole más atención a la escucha en el silencio que a las llamadas desesperadas pidiendo señales. Abriendo las ventanas por la mañana en lugar del ordenador. Encendiendo velas en lugar de lámparas cuando cae la noche. Y otras muchas cosas que convierten el día a día en beso cotidiano y no en piedras pesadas. Así. Y no de otra manera.
Así es la vida en el valle y me gusta.
M