Durante los últimos años hemos podido observar como la oferta y demanda de academias preuniversitarias se ha acrecentado vertiginosamente en nuestro país. Dicho suceso tiene su origen en la necesidad de miles de jóvenes que anhelan ingresar a una universidad para forjarse un mejor futuro. Sin embargo, estos “centros de aprendizaje” no surgen dentro de un sistema formal de educación. Por el contrario, se crean a raíz de la deficiencia académica que el mencionado sistema no puede cubrir. Ante este nuevo escenario educativo nace la necesidad de contar con profesores que preparen a los alumnos para rendir satisfactoriamente los exámenes de admisión. Es entonces, cuando los egresados de las carreras de educación o a fines se convierten en el recurso humano para desempeñar dicha labor. De esta manera, la labor del docente como tal empieza a desvirtuarse a tal punto que hoy ha sido trasladada al ámbito de la educación básica, especialmente en las instituciones educativas aperturadas por las mismas academias (Llámese Trilce, César Vallejo, Aduni, Pitágoras, Pamer, Honores, entre otras). Pero, en este breve artículo no nos centraremos en el problema del alumno, sino en el problema del “profesor preuniversitario”
Dicen que en nuestro país; el peor enemigo de un peruano es otro peruano y que uno se aprovecha de la necesidad del otro. Esto podría ser aplicable a lo que las llamadas Corporaciones Educativas vienen aplicando hoy en día como forma de justificar su comportamiento abusivo con los profesionales de la educación. Es así, que bajo el nombre de “Escuela para profesores” se busca desconocer la formación académica del docente y de esa manera remunerar su trabajo de la peor manera posible.
Usted maestro o maestra se ha puesto a pensar sobre el mensaje que dicha actitud lleva detrás. Pues al condicionar una plaza laboral, en alguna de las academias o colegios de cualquiera de las mencionadas corporaciones, con la asistencia a su Escuela de Profesores, cuyo resultado definirá su convocatoria o rechazo; no es otra cosa que desmerecer su calidad como profesional que a lo largo de cinco años o más ha ido forjando. Por ello, surgen las siguientes preguntas que vale la pena tomar en cuenta: ¿Acaso un profesional se merece este trato? ¿Estas corporaciones habrán descubierto la fórmula para crear al maestro perfecto? ¿Valdrá la pena la formación superior si para estas organizaciones no tienen ningún valor? ¿Quién les ha otorgado esa competencia?
Ningún profesional que se digne de serlo puede permitir ese trato ofensivo y abusivo. Pues, ningún grupo de personas cualesquiera puede desacreditar el valor de la formación universitaria. Más aun, pretender hacernos creer que su metodología de enseñanza es la ideal. Sobre todo cuando detrás de ella hay fines económicos de por medio (pagar menores sueldos, dar la imagen de alto nivel académico que garantice el aumento de alumnado, etc.).
Un verdadero profesional de la educación reconoce sus capacidades, sus habilidades, y aprende de sus errores para ser cada día mejor. Un maestro debe ser una persona con conocimientos, ética y dignidad. No seamos parte de la enfermedad sino de la solución.